Chile sufría, a inicios del siglo XX, las consecuencias políticas y sociales de la Revolución de 1891. En lo político, con la consolidación de un régimen parlamentario que transformó la figura del Presidente de la República en un mero administrador de la Nación, quedando sujeto a las voluntades dispersas de un Congreso más dedicado a satisfacer necesidades particulares que colectivas. La transformación de la estructura político nacional a partir de 1891 se reflejaría fundamentalmente en la ausencia total de políticas sociales, en la indolencia del Estado al momento de capitalizar los cuantiosos montos provenientes del salitre, la falta manifiesta de un proyecto de Nación y, en particular, en la profundización de la brecha entre chilenos.
La situación no era nueva. La utilización de los sectores bajos de la sociedad era una práctica conocida y aceptada desde inicios de la República. Fueron campesinos analfabetos quienes, por ejemplo, engrosaron el ejército en las guerras por la independencia, contra la Confederación, del Pacífico y en las numerosas guerras civiles decimonónicas. También del bajo pueblo eran los mineros que dieron prosperidad al país después de la desastrosa década de 1820, al explotar Chañarcillo, Tamaya y Caracoles, entre otras fuentes de riqueza. Fueron ellos quienes reimpulsaron las exportaciones agrícolas tras la apertura de mercados externos a partir de 1848, tras el descubrimiento de oro en Australia y California.
El sector bajo fue, en definitiva, el motor del crecimiento económico del país y la primera víctima de las crisis. El agotamiento de minas, el cierre del mercado del trigo y las contracciones económicas derivas de la falta de previsión, generó nuevos miles de cesantes. Entre 1860 y 1870 Santiago, Valparaíso y Concepción crecieron porcentualmente más de lo que lo habían hecho desde su fundación, conformándose cinturones de marginalidad que no tardarían en convertirse en foco de miseria e infección.
En 1886 Augusto Orrego Luco publicó La Cuestión Social, donde denuncia, por primera vez, las nefastas condiciones de parte importante de la población, haciendo hincapié a los peligros sanitarios y sociales que una situación así, con el correr del tiempo, podía ocasionar. El espíritu triunfalista tras la victoria en la Guerra del Pacífico, la promulgación de leyes populistas (como la de garantías individuales de 1885) y, por sobre todo, el sorprendente futuro que auguraba la obtención del salitre hizo que la denuncia de Orrego pasara inadvertida.
La triste última década del siglo XIX, marcada la ruina financiera legada de la Guerra Civil y por una seguidilla de políticas desafortunadas (v.gr., la ley de comuna autónoma de 1891 y de convertibilidad monetaria de 1895) sumieron al país en una crisis económica y moral sin precedentes. En 1899 Emilio Rodríguez Mendoza publicó su ensayo Ante la decadencia, en donde denuncia la declinación nacional de manera explícita, culpando a lo que llama «el salitrazo», esto es, la gran riqueza del nitrato y su poder de envilecimiento, por la decadencia de Chile.
Un año después, en 1900, el radical Enrique Mac-Iver, en su célebre Discurso sobre la crisis moral de la República observa que la decadencia de la calidad de las personalidades que marcaban el nivel del espíritu crítico y la empresa privada iba acompañada de una abulia en la adopción de iniciativas progresistas y de desarrollo, de lenidad en el manejo del aparato educacional y, en general, desidia en todo orden de cosas.
Por último, en 1903 Alberto Edwards Vives en su obra Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos, resumiría de manera notable la miseria política de su época: Mientras no se busquen otros medios, que los ya gastados e inservibles, ensayados en los últimos años, el sistema parlamentario y el gobierno continuará siendo presa de intereses mezquinos, y de efímeras infecundas dominaciones. La mayoría no podrán disciplinarse, ni hacer siquiera lo que se llama un gobierno, y las minorías seguirán esperándolo todo de pequeñas intrigas y no las sanciones de la opinión.
Si por una parte los partidos llevan una vida raquítica, si carecen de programas nacionales de propósitos serios, y vínculos sólidos de unión, y si por otra el régimen parlamentario se ha implantado con todas las instituciones que puedan falsearlo y corromperlo; si las leyes velan, amparan y consagran el fraude y las ¿intrigas, en fuerza de amparar a las minorías, ¿puede alguien esperar que un trastorno tal de los principios constitucionales que dieron seriedad y prestigio al gobierno de Chile, no de resultados inevitables?
Es precisamente en este ambiente de decadencia que diversos grupos obreros comienzan a organizarse al amparo de nuevas ideologías o, simplemente, motivados por la desesperanza y la falta de oportunidades concretas de convivir en una sociedad más solidaria y justa.
Nacen las organizaciones obreras
El primer partido político de orientación obrera fue el partido Demócrata, fundado en 1888 por Malaquías Concha. Su objetivo era el nivel de vida material e intelectual de las clases trabajadoras y por ello, su estrategia era incorporarse al Estado por vía electoral, para lograr desde allí la dictación de leyes que favorecieran al sector popular. De gran arrastre los primeros años, pudo elegir diputados y senadores y convertirse en referente político de importancia. Sin embargo, el juego político del parlamentarismo y la tentación de participar en él impidió concretar sus objetivos, transformándose en componente más de las tradicionales alianzas políticas de su época.
En medio del más profundo desencantado, la sociedad chilena decimonónica vio surgir las primeras organizaciones obreras. A las tradicionales sociedades de socorros mutuos, se unieron las mancomunales y las sociedades de resistencia, definidas en torno a ideologías novedosas, como el socialismo y el anarquismo. La solidaridad de las mutuales dio paso a la «acción directa», esto es, al sabotaje, el boicot y la huelga. En 1890 los trabajadores portuarios de Valparaíso organizaron la primera huelga reconocida por las autoridades. En 1901 la mancomunal de Iquique organizó su primera huelga. En 1902 los operarios de tranvías cesaron por días sus actividades, al igual que los trabajadores del carbón en Lota. En abril de 1903 fue el turno de los obreros salitreros mancomunados de Tocopilla y de los estibadores de Valparaíso. Sindicatos y sociedades obreras salieron a las calles de Santiago organizaron en octubre de 1905 la tristemente célebre «huelga de la carne». Meses después, en febrero de 1906, la desgracia se traslada a Antofagasta.
Entre 1901 y 1907 por cada huelga autorizada se declararon cuatro ilegales, movilizando en total más de doce mil trabajadores, desde Tarapacá hasta el Golfo de Arauco. Ello refleja no sólo la capacidad reivindicatoria del movimiento obrero sino también la incapacidad del sistema político de comprender y resolver los problemas sociales. Hacia 1907, salvo la aprobación de la leyes de lenta aplicación y nula fiscalización (como las de habitaciones obreras y de descanso dominical), la legislación laboral en Chile era todavía un tema pendiente, legitimando indirectamente la violencia y la polarización de posturas, y transformando a cada lucha reivindicatoria obrera en un inevitable baño de sangre.
Tarapacá en 1907
En 1907, la población de la Provincia de Tarapacá tenía 82.126 habitantes, de los cuales 30.057 (36,5%) eran chilenos. La población femenina, alcanzaba a 34.330 personas; 24.680 (30% del total de la población) eran nacionales. De los 17.739 extranjeros registrados, 14.821 (54%) eran peruanos, 6.700 bolivianos (24,4%), 1.007 británicos (3,9%) y 902 chinos (3,2%). En 1907 residían en la provincia cuarenta nacionalidades. Mientras gran parte de la población europea vivía en Iquique, alcanzando en la subdelegación de La Aduana a un 44,1% del total de la población, peruanos, bolivianos y otras nacionalidades optaban por el interior: en distritos salitreros como Challacollo y Pica gran parte de la población (73,6 y 74,3% respectivamente) provenía del extranjero. El 94% de la población no chilena estaba vinculada a oficios derivados del salitres, principalmente como gañanes.
De acuerdo al Censo de 1907, el 59, 2% de los habitantes de la provincia eran alfabetos: en Iquique, el porcentaje superaba el 77 %, mientras en Pozo Almonte bajaba a 56 y las Salitreras Sur al 55%. Los menores índices se encontraban en Tarapacá (25,8%) y Challacollo (38,2%). La diferencia hombre-mujer era notable: mientras en Iquique sólo el 60% de la población femenina sabía leer y escribir, en Tarapacá la cifra no superaba el 17%.
Pese a que el 93% de la población se declaraba católico había una notoria falta de asistencia espiritual: en toda la provincia vivían sólo cinco sacerdotes, esto es, un párroco por cada 15.700 creyentes. Vivían además dos religiosas atendiendo servicios de caridad. Tal vez no había mayor apuro: 56.886 personas se declaraban solteras (35.651 hombres y 21.235 mujeres), esto es, el 69,3 por ciento de la población. El 98% de las mujeres mayores de 22 años era madre (un 77% de ellas soltera), y un 71% de los niños nacidos después de 1900 no estaban bautizados.
Entre 1895 y 1907 la población aumentó en 14025 habitantes, pese a contar a inicios de siglo con una de las tasas de mortalidad infantil más altas del país (treinta por mil habitantes), y por ser una de las zonas de menor control sanitario: brotes de tifus exantemático en 1903, viruela en 1904 y brote de cólera en 1906 y la falta de control contra enfermedades venéreas de fácil propagación, como la gonorrea y la sífilis, costaron la vida a centenares de personas y mantuvieron la zona en constante emergencia sanitaria. El atractivo del salitre era mayor: mientras en el período 1902-1903 se exportaron 1.437,6 millones de toneladas, en el lapsus 1906-1907 la cifra ascendió a 1.856,6 millones. Mientras en 1904 entraron 854 barcos a puerto, en 1907 la cifra subió a 961. En 1904 las rentas recaudadas por la Aduana alcanzaron los 28. 677.751 pesos; en 1907 la cifra había ascendido a 33.362.546. Sólo en 1904 arribaron a la provincia 6.908 migrantes.
Iquique prosperaba en 1907, convertida en un crisol de nacionalidades y en el puerto de mayor movimiento del país. Era una ciudad rica, con mansiones fastuosas, hipódromo, casinos, hoteles y teatros de lujos, centenares de prostíbulos, restaurantes y cabaters. Ese año residían en Iquique y Pisagua 23 cónsules de países con intereses comerciales en la zona. A comienzos de ese año Alberto Márquez, en Santiago, organizaba la primera Bolsa de Comercio de Iquique, centro de reunión comercial destinado a facilitar el desarrollo de las industrias en la provincia, especialmente de la industria minera y salitrera, estimulando su comercio y proporcionando a sus asociados y al público las facilidades y garantía para las transacciones. No podía ser de otra manera: un viajero en 1905, señaló a la ciudad como una de las mejor aprovisionadas de la costa pacífico y en el sueño de todo especulador.
El esplendor situaciones hoy insospechadas: en octubre de 1907 la Municipalidad aceptaba la propuesta del comercio de la ciudad para hacer un empréstito a la Municipalidad, de cien mil pesos, en forma de bonos pagaderos con el diez por ciento de amortización y cinco por ciento de interés anual, debiendo la Municipalidad designar alguna partida del cobro de la contribución de haberes como garantía del préstamo.
Las diversas colonias residentes se reunían en sus respectivos clubes y compañías de bomberos: la comunidad alemana se reunía el Club Alemán, con sede en la azotea del Almacén Capella en la Plaza Prat y en la sede de la Compañía Alemana Germania, en Pedro Lagos 9. La inglesa, en el Club Inglés, en Plaza Prat esquina Uribe, o en la Compañía Internacional Zapadores, Tarapacá 116. La italiana, en el Club Italiano, en Edificio Colombiano o en la Compañía Ausonia, ambas en Tarapacá 44. Los españoles se reunían en el Casino Español, en Plaza Prat 22 o la Compañía Española Iberia, Lynch 55. La comunidad peruana se juntaba en el Club Peruano, en Plaza Prat esquina Serrano; en 1895 habían fundado la Compañía Peruana de Bomberos, con sede en Zegers 108. Los yugoslavos se unían en torno al Slavenki Domen, en Lynch 120, y la aristocracia chilena en el Club de la Unión, Aníbal Pinto 3.
En 1907 había en Iquique catorce clubes, nueve compañías de bomberos y veinte Sociedades de Socorros:
Sociedad de Panaderos de Iquique, 10 de septiembre de 1887
Sociedad Internacional de Artesanos y Socorros Mutuos de Iquique, 16 de noviembre de 1889
Sociedad Protectora de Empleados, 31 de octubre de 1891
Sociedad Gran Unión Marítima de Socorros Mutuos, 20 de julio de 1892
Sociedad La Unión Marítima, Internacional, de Socorros Mutuos y Caja de Ahorros Mutuos de Iquique, fundada el 3 de agosto de 1892
Sociedad Protectora de Trabajadores y Socorros Mutuos, fundada el 12 de marzo de 1893
Sociedad Boliviana de Socorros Mutuos, 10 de septiembre de 1893
Combinación Mancomunal de Obreros, 21 de enero de 1900
Sociedad Extranjera de Socorros Mutuos, 10 de febrero de 1900
Sociedad de Veteranos del 79, 2 de septiembre de 1900
Sociedad Filarmónica de Artesanos, fundada el 4 de diciembre de 1902
Sociedad Gremio de Fleteros Capitán Prat, 7 de agosto de 1904
Sociedad Tipográfica de Socorro Mutuo y Baile, 6 de noviembre de 1904
Sociedad Unión de Conductores de Carruajes, 16 de noviembre de 1904
Sociedades de Beneficencia Española, Francesa e Italiana, s.f.
Sociedad de Obreras Sudamericana, 1 de enero de 1893
Sociedad Internacional Protectora de Señoras, 16 de julio de 1893
Sociedad Sudamericana de Señoras, 31 de diciembre de 1893
Sociedad Peruana de Señoras, 30 de noviembre de 1896
Sociedad de Señoras Unión Fraternal y Socorros Mutuos, 22 de febrero de 1897
En 1907 habían además seis instituciones de educación post primaria en Iquique en operaciones: el Iquique English College (1887), el Liceo Comercial Don Bosco (1897), Escuela Industrial del Salitre (1898), Escuela Profesional Superior de Niñas (1901), Instituto Comercial de Iquique (1902) y la Escuela de Dibujo Industrial en Iquique (1904).
Más allá de la aparente prosperidad material, el Iquique de 1907 presentaba una serie de problemas de solución compleja: sólo el 11% de la ciudad contaba con servicio de agua potable y alcantarillado. En marzo de ese la Inspección General de Agua Potable acordó el estudio del presupuesto para la definitiva instalación del servicio fiscal. El 11 de julio la Municipalidad acordó derogar la concesión otorgada en 1888 a la Compañía Inglesa teniendo como motivo el no haberse renovado el contrato de 1889, dentro de los plazos fijados en las disposiciones reglamentarias establecidas en dicho acuerdo.
Un problema, aun mayor, era la falta de seguridad ciudadana: la cárcel de Zegers, con capacidad para acoger 200 prisioneros, albergaba en 1070 casi mil reclusos, lo que obligaba a liberar, cada cierto tiempo a infractores menores pero no por ello menos peligroso. Según reconoce un informe del ministerio de Interior, a fines de ese año, Tarapacá (e Iquique en particular) eran, en términos delictuales, la zona más peligrosas del país. El problema local tenía un atenuante agregado: la falta de efectivos policiales. En julio de 1907 la provincia contaba con un prefecto, dos comisarios, cinco inspectores y 16 subinspectores. 166 guardianes vivían en la ciudad y sólo 88 en la pampa. La mayoría de ellos no disponía de uniforme y 44 no portaban armas de fuego.
La preparación técnica de las fuerzas de custodia era tan deficiente como su probidad: En mayo un Subinspector informa informaba al Intendente que cinco soldados del Carampangue intentaron asaltar un paisano que caminaba hacia El Colorado por la calle Barros Arana. Cuando un policía les ordenó retirarse a su cuartel, uno de los soldados acometió contra él, quitándole el sable. En ese momento uno de los soldados gritó: «no les aflojen a los pacos». Hubo tres soldados heridos. En agosto de 1907 el prefecto de Policía se quejaba ante el Intendente del nivel y los procedimientos de la elección de oficiales de policía, basado fundamentalmente en recomendaciones: «Este sistema no dará a la policía el personal de oficiales idóneos y competentes indispensables para obtener un buen servicio y en cambio este se desquicia por completo con desprestigio de la institución y con peligro para esos mismos oficiales que, por ignorancia, incurren en irresponsabilidades legales que los hacen comparecer como reos ante la justicia ordinaria».
A inicios de 1907 un editorial de El Tarapacá titulado Los peligros de Tarapacá, expresaba su temor frente a la situación social de la provincia. A juicio del redactor, la falta de una política coherente de seguridad social, agravada por las irregularidades cometidas por el cuerpo de policía, la proliferación de delitos y por el arribo a la zona de «agitadores anarquistas», ponían una alta cuota de incertidumbre al futuro de la provincia: «Tarapacá es en una bomba de tiempo, un territorio donde, si no se toman recaudos, puede gestarse un germen revolucionario que el país puede lamentar».
No dejaba de tener razón.