Había una ciudad

Teníamos una ciudad con veredas de maderas. Y la gente se saludaba con la palabra vecino mientras hacía el aseo en las veredas y un poco más allá.

Una ciudad que dialogaba con la pampa. Con una escuela donde compartían el hijo del médico con el hijo del campesino aymara.

En la que había fuera de la casa una gran piedra -especie de banquillo- en la que el jubilado veía como se ponía el sol.

Había una ciudad que tenía un ferrocarril que vomitaba humo. Éramos una ciudad de ferroviarios, de ciclistas, de carretoneros y de carrozas fúnebres.

 

Una ciudad en la que los campeones de Chile abundaban y que saludaban a quienes se le cruzara.

Una ciudad con tres radios Am, que luchaban por la sintonía. Un par de cines, cada uno con su cojo, que sufría cuando la película se cortaba.

Una ciudad con playa y pozas por doquier. Los bañistas usaban trajes de baños marca Catalina.

Teníamos vendedores de rellenos de erizos, de chupetes helados, de chicha y berlines.

Había una ciudad que tenía kiosco de diarios y de revistas. Teníamos álbumes del Mundial cuyas láminas se adherían con goma de pegar. Un cerro mitológico parecido a un dragón. Y otro en la       que sacamos brillantina.

 

Iquique tenía micros y liebres,  y la ciudad se recorría a pie. La nuestra era una ciudad que  tenía un solo semáforo. Una ciudad con tres boticas y todas atendidas por sus propios dueños.

Teníamos la Casa del Deportista en pleno centro con  Banda del Litro.

Una ciudad con su bohemia y que llamaban gamba.

Ciudad musical con valses vieneses y peruanos.

Una ciudad que le llamaban despacho al negocio de la esquina.

Iquique era una ciudad que nació para quererla.

También se le bautizó como la Cenicienta del Norte.

Una ciudad con sus mamparas abiertas. Con pestillos generosos, con perros callejeros sin rumbo fijo. Una ciudad que vendió su alma al diablo.