Sobrenombres
La aventura, en el buen sentido de la palabra, de ser padre, entre sus tantas complicaciones y gratitudes, tiene mucho que ver con el hecho de elegir el nombre para el hijo o hija que vendrá. Lo que no es tarea fácil.
La prensa, la radio y sobre todo, la televisión acuden a nuestra ayuda. Muchos nombres de hoy, son literalmente tomados de las telenovelas o de las seriales norteamericanas. Yesenia o Bruce, Kimberlin o María Mercedes son nombres seguros. Otros más conservadores optan por la herencia. Así reaparecen nombres de abuelos u otros parientes como Anacleto o Timotea, por señalar sólo dos.
No obstante y pese a que la elección es de suyo complicada, más aún si el depositario de nuestra imaginación -en su falta o abundancia- no asume ningún rol protagónico en un hecho de tanta importancia como llevar un nombre para toda la vida, y aun después en la muerte, ya que la fría lápida inmortalizará su nombre, viene aquel que nunca falta, y le impone un sobrenombre que, al igual que el que le pusieron sus padres, soportará eternamente como una fastidiosa carga.
El sobrenombre equivale a un segundo bautizo. Como templo, el barrio o la escuela, en un acto de suprema agudeza e ironía, descarga sobre el sujeto el pesado nombre que puesto encima del legal, marcará con una nueva identidad al que la recibe.
En el bautizo del sobrenombre, el humor popular se nos revela con todas sus sutilezas y con todo su horror. Pero hay sobrenombres y sobrenombres. Aquellos surgidos por un defecto físico resultan ser los más odiosos. El Cojo y El Sordo, por ejemplo, son los casos más notorios. Hay otros francamente ingeniosos, que logran sintetizar las cualidades o defectos del destinatario. Así, por ejemplo, está el “Sanguche de Vino” o el “Agüita de Aceituna”, ambos por su afición al vino. O aquel negro como el carbón que le pusieron “montón de humo”.
Otros sobrenombres ubican inmediatamente al sujeto en la nobleza del barrio. “El Rey” o el tan iquiqueño “Campeón” reservado sólo para los grandes como don Ariel Standen, el Tani, Arturo Godoy, o el “Mono” Sola entre tantos casos.
Nuestros personajes populares también son conocidos por sus sobrenombres. “El Loco” o “El Choro”, “Chicote”, “Che Carlos”, “Agüita”; o “Cayo-Cayo”, son ejemplos de apodos que hacen olvidar hasta el nombre propio, aquel recibido en la pila bautismal.
Pero no sólo los hombres y mujeres, llevan sobre sí los sobrenombres. La misma ciudad de Iquique es conocida por sus títulos que van cambiando según las épocas. Hubo un tiempo en que Iquique fue “La Ceniciente del Norte”, después fue “Tierra de Campeones”. Hoy se le dice “Una Ciudad para Querer”. Otros la vinculan a la Zofri o a las mineras.
Los sobrenombres, verdadera síntesis de cualidades o defectos, tienen la gracia de entregarnos información resumida del otro. Una carta de presentación que por su colorido y agudeza resulta imposible de olvidar. El sobrenombre, puesto por los amigos, hay que llevarlo con hidalguía y una muy buena cuota de humor. De otro modo se nos hará insoportable.