Es fácil caer en la tentación de creernos el cuento que antes vivíamos mejor. Algo de cierto hay en eso. Vivíamos, por ejemplo, en una especie de comunidad cuya alma y vientre era el barrio. En ese espacio geográfico y simbólico desplegábamos nuestra lealtades.

Ya sea en la plaza, en el club o bien en la mismísima calle, en la esquina consagrada al debate (¿era Randoloph Scott el mejor vaquero del oeste? o al silbar el paso de una muchacha de la escuela 15, en los entrecruces de esquinas casi clandestinas, siempre había un motivo para esa reunión (entonces se usaba otra palabra para designar casi lo mismo) donde nos jugábamos la vida (éramos además de inocentes, épicos y grandilocuentes).

El barrio nos daba seguridad. En sus calles nos sentíamos a nuestras anchas. Llegar a él,  después de un periplo por otros barrios, era un alivio. El barrio nos daba también otra seguridad. Aquella que tiene que ver con sentirse parte de algo, reconocido y a la vez, ser como todo ciudadano, sujeto de deberes y de derecho. El barrio nos colgaba esa etiqueta que decía “somos de aquí”. Y a continuación el orgullo se nos prendía como esas viejas insignias que se ponían en las solapas de los viejos paletos. Ese orgullo, era inculcado por el barrio,  la familia, el club deportivo. 

Las tardes de no hacer nada, pero que en el fondo hacíamos de todo. En otras palabras, nos hacíamos a nosotros mismos. Tardes de rotativas, tarde de ir a pescar, tarde de jugar a la pelota, tardes de ir a la fábrica de cal, tardes de ir al cementerio, tardes de vagar por ese Iquique donde todos cabíamos. Tardes no de perros, pero tardes acompañados de uno que otro quiltro (antes eran perros y nada más, el clasismo introdujo la segregación), que acompañaba a la chiquillada (la de los pantalones cortos, y de la bolsita de los recuerdos,  como canta Favio) por esa carretera infantil y popular. Por esa ciudad que no era tal, era un puerto en crisis,  pero era nuestro. Nos hacíamos cada tarde después de la escuela.  Esta nos formaba según una pauta general fabricada en Santiago. Al contrario, en las tardes, nos formateábamos según la estética de la calle. Allí se hizo el  Johnny, el “Peineta”, el “Chato” Froilán y el “Negro” Núñez entre tantos otros, cuyos nombres y apodos retengo como quien retiene un suspiro.   Allí en esas tardes de sol bravío, se nos pegaba a la piel esa otra piel que se llama identidad. Pero no sabíamos, ni falta que nos hacía, saber que eso se llamaba como dicen hoy los sociólogos que así se llama.  Además Iquique, era el centro del mundo. No nos faltaban las otras ciudades. El mapa del mundo, el mapamundi, era una copia en papel de un mundo que no conocíamos ni intentamos conocer. 

En el barrio, esa unidad territorial y simbólica,  donde todo era familiar, la vida transcurría sin grandes sobresaltos. No era el paraíso, tampoco el infierno, pero estaba más cerca del primero que del segundo. En él, nos curtimos. Hoy no nos queda más que el recurso de la nostalgia.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 26 de septiembre de 2004

 

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