La galería, ese peldaño que parece conducir al cielo, es el sitio más propicio para ver el fútbol. Sobre las gradas calientes de una tarde de octubre,  a eso de las 16.30,  los habitantes de esos espacios autodenominados galuchentos ofician su propia liturgia. El verbo se transforma en insulto cuando aparecen los guardianes del orden. El trío de jueces concentra las andanadas de epítetos surgidas de gargantas resecas por la desconfianza. El garabato más pronunciado es aquel que recuerda a la madre del adversario. Una tarde conté cerca de diez mil.

En los momentos previos se conjugan nerviosamente la algarabía con el temor. Los respetables cuidadosamente ocupan su lugar. Muchos de ellos, en forma casi ritual y a modo de cábala, se sientan en el mismo sitio.

En las gradas reina la talla. Esa expresión que lanzada a viva voz y en forma breve condensa ironicamente una situación. La carcajada del respetable es su mejor premio. Como  aquel domingo en que un grupo de jóvenes de pelo largo, sin camisa, de mirada irreverente y escupiendo por un colmillo,  hizo su entrada al estadio. De los cientos de rostros surgió una voz: “Llegó la delincuencia”. La risotada se mezcló con esa brisa marina que refrescó a la hinchada. O como la de aquel indignado hincha que espantado veía perder a Deportes Iquique, y ante un mal cobro del árbitro gritó a todo pulmón: “Te voy a tirar una tele en el hocico para que cobrí mejor”. Y qué decir del drama de Rubén Dundo, el 10 de Cobresal  cada vez que viene a jugar contra Iquique, tiene que acordarse de la deuda impaga: “Anda a pagar la ponchera aonde Julio Prieto”.  O del trago de agua que tomó el arquero Cossio, y que a propósito de su dopping  recibió la advertencia: “Revisa hueón, no vaya a ser café”.

En la galería está la vida de los deshinibidos que ven en el  fútbol o en el box -ambos  casos similares- el espacio para el grito franco e ingenioso. Allí se sufre como en ninguna otra parte. Se hacen los cambios que al DT no se le ocurre.  Se increpa al que no corre, y  a veces,  en forma inmisericorde,  se putea a quien no es del agrado del respetable. Cuando se anuncia el borderó, la risa y la desconfianza estallan como  flores en el desierto. Se hace callar a la Zunilda y  bailar a Pelluco. Ahí se toca el cielo o   el infierno. Sobre esas gradas se saborea el helado o la gaseosa, y clandestinamente se bebe la cerveza y el vino en caja. Ul hijo ve como el padre pronuncia  adjetivos que jamás dice cuando lo va a dejar al colegio. Allí la vida se desnuda.

Los galuchentos después del partido ya no son los mismos. Independientemente del resultado sienten que llevan consigo un peso menos.