Tuve la suerte de ser liceano; suerte que vino de la mano de la orientación de mi profesor de la primaria don Octavio Villarroel; suerte además de poseer una educación pública que se enorgullecía de serla. Abandonar la Centenario que quedaba a dos cuadras de la casa no fue fácil. Había que cruzar medio Iquique para llegar a la calle Baquedano. “A pata”, como se decía en esos entonces, cortábamos cuadras para llegar a la hora. El Mercado era la primera parada y luego a ese edificio de madera que nos apañó buena parte de la adolescencia.
En el Liceo no sólo aprendimos lo que nuestros profesores se esmeraban en enseñarnos. El patio constituía otra aula. Se precisaba otra pedagogía. La palabra bulling no existía pero si el abuso. Allí sobrevivían los más fuertes. Era un espacio intergeneracional en la que los grandes siempre o casi siempre ganaban. Jóvenes que ya se afeitaban y hacían gala de una masculinidad que se entretejía entre las enseñanzas del Che y de los Beatles. Mirábamos a los grandes con cierta simpatía y temor a la vez. Me tocó compartir aula con gente como el hijo de… Por ejemplo del Dr. Francia y del Dr. Avalos, con el nieto de Santiago Humberstone, además de Jorge Paniagua, Luis Gavilán y Jorge Rivera, el “laucha” con quien me defendía de la estatura del “Peta” Castillo, enorme adolescente, que nunca contesta los correos electrónicos. García y Venegas entre otros, el flaco Vera, y los infaltables locos: Garcés, Ruiz y demás que los años han deslavado. Tuve la fortuna de compartir pupitre con José González Enei y el “Mono” Tito, un baterista que siempre tuvo claro lo que deseaba ser. Esa sala y esos olores aún viven en la nostalgia. Otros compañeros más tarde: Sandro, Segovia, Aguilera, Cortéz, Hidalgo, Rozas, y por cierto ese profesor jefe que todos deberían tener, Manuel Castro Téllez.
Los años van endulzando los recuerdos, por lo mismo, las gratitudes se amplifican. A muchos de mis profesores les debo lo que soy. Mi gusto por la historia se ancla en Godofredo Morales y Domingo Sacco. Por la literatura en Adriana Peirano y Anyelina Chiang. Los idiomas, mi debilidad de la mano y de los labios de Violeta Contreras, Ada Gahona, Victoria Prieto y Luis Jacob. Los sinsabores se van quedando dormido en ese almacén que es la memoria.
Pienso en los años 70, la figura de Julio Romero Corrotea se engrandece. La comunidad liceana y los años de la Unidad Popular nos dotan de una épica y luego de un dolor que cuesta superar. Años de centros de alumnos, de trabajos voluntarios, de elecciones, de rivalidades con Iván Barbaric y Rodolfo Valencia. De utopías con Luis Caroca y Rodolfo Fuenzalida. Un cuarto medio, el A, del año 1972 que visto a la distancia simbolizaba a los jóvenes de ese entonces. Un curso diverso que combinaba todas las estéticas posibles de encontrar. Don Julio articulaba lo que parecía no poderse. Con él, arropado en esos espesos bigotes aprendimos el arte de la conversación. Lo malo: éramos muy jóvenes y la verdad parecía estar de nuestra parte.
De vez en cuando vuelvo al Liceo. Me gustar regresar a los lugares, pese a que han cambiado. Pero siempre queda algo. Casi como fantasmas Raúl Vélez, Nicolás Lioi y Julio Vallejos me llaman la atención de algo que no hice. La figura lejana de Orlando Graboloza montado en su bicicleta nos invita a volver a clases.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 6 de junio de 2010. Página A- 12