Pertenezco a esa generación que  llenó el tiempo libre yendo al cine.  Primero a la matinée, luego la vespertina y a la nocturna, justo cuando empieza a desaparecer el acné. Nunca hice un listado de todas las películas que vi en esta ciudad que llegó a tener hasta cinco salas de cines (incluyo el Délfico), y una población de 60 mil habitantes.  Doña Luzmira, arrendataria de la casa de mi tía Yiya, y portera de la platea del Coliseo, nos dejaba la entrada libre. Tardes y tardes de ver todo tipo de películas que termina, al fin de cuentas, por construir el gusto por el cine.

Y para ello había que ver las buenas como las malas.

Tardes eternas de rotativas, cuando el cine mexicano producido por “Churubusco Azteca” competía con Hollywood. El cine de cowboy cubría el ancho y largo de la pantalla con sus modelos de masculinidad y de doncellas bien educadas y sumisas.  El género pareció entrar en crisis con las producciones italianas que construyeron otro tipo de héroes: sucios, violentos y a veces sin ética. La muerte se masificó, prueba de ello es la ametralladora de Django. Los mexicanos seguían siendo los malos.

La saga de James Bond, condimentó la pantalla con otros ingredientes. El bikini amarillo de la Ursula Andrews, coloreó las tardes grises de este puerto que no amarra como el hambre. Todos querían ser como el agente secreto con licencia para matar. Se vendía incluso un maletín que llevaba el nombre del personaje al servicio de su Majestad.

El cine y sus tardes nos dotó de nombres y de paisajes que nunca habíamos visto. Los días se construían no sólo por la escuela, sino que también por el arte de los hermanos Lumiére y por la pichanga improvisada en cualquier calle o cancha disponible. La peor película que vi en esos años fue «Siete tras un botín». Se la recomiendo.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 9 de diciembre de 2012, página 25