No entiendo a la muerte. Mira que llevarse al más distraído. Mira que llevarse al más noble. Mira que llevarse al más ameno. Mira que llevarse al más festivo. Mira que llevarse al más sabio (era un socrático paseándose por las calles de Iquique).
No entiendo a la muerte ni sus llamados. Es la muerte, una vieja injusta que se lleva a quien no debe. Mira que llamar al Pato, sobre todo un domingo a la hora de la siesta. Mira que tener que despertarse a sobresalto intuyendo que algo pasa, que algo falta. Levantarse soñoliento y sentir el teléfono, y la voz que dice “Supiste, lo del Pato…”. Y los puntos suspensivos que siempre son tres, parecen eternos. Y uno que no sabe nada. Si lo único que sabemos del Pato es que es un imprescindible a la hora de la iquiquiñez, un desfachatado que vivió el optimismo incluso en esos años oscuros, y que se puso como chapa Simón, en honor a su Nono, que prestó su casa, cuando nadie la prestaba para esas reuniones que no eran precisamente para celebrar cumpleaños, sino para soñar con derrocar a quien no pudimos derribar. No entiendo a la muerte. Mira que llevarse al de la sonrisa más ancha. Mira que llevarse al más iquiqueño.
No entiendo a la muerte ni a sus sacerdotes que afirman que todos tenemos nuestra hora. El Pato no tenía hora. Sus horas y sus calendarios eran otros. Llegó una vez a mi casa con un regalo de cumpleaños en el mes de abril. Llegó adelantado treinta días. Es que era así. Para él, las convenciones de tiempo y espacio eran un detalle digno de obviar. No entiendo a la muerte. Mira que llevarse al más inquieto. Mira que llevarse al más juguetón.
Me revelo con la injusticia de la vida y de la muerte. El Pato lo tuvo todo, o casi todo, para ser el hombre más feliz del mundo, o sea de Iquique, y lo fue, y a su modo. Con sus prisas y sus canciones, sus libros y sus eternas preguntas. Era un adolescente en el cuerpo de un adulto. Su sonrisa iluminaba las calles del puerto, y sus ojos eran el faro para los que andábamos “down”. Siempre nos regaló la frase justa y oportuna.
No entiendo a la muerte. Mira que llevarse al más amigo, al más compinche, al más risueño, al más Indiana Jones, al más tío, al más papá, al más hombre. No entiendo a la muerte y sus milenarias injusticias. A mi no me vengan con cuento. La muerte sigue siendo la peor de las ausencias.
Pero hay que ser optimista como nos enseñó el Pato. Su muerte es una broma más de este trasnochador que hacia de las noches un motivo para vivir, para llamar a sus amigos y amigas. Morirse un domingo por la tarde, y a la hora de la siesta, fue el modo más iquiqueño de decirnos hasta luego. El Pato amigo de las reuniones, nos regaló un motivo para juntarnos. Se fue (no se murió) para que los ingratos como nosotros, como yo, le expresáramos cuanto le debemos y cuanto tenemos que aprender de su vida. En las calles de la amistad hay una avenida que lleva su nombre.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 8 de junio de 2003