De tarde en tarde la siesta iquiqueña se suspende. Decenas de hombres y mujeres, en un paso cansino, van al cementerio a despedir a uno de los nuestros. Marchan arrastrando los pies. Conversan o murmullan. Da lo mismo. Atrás los autos les siguen los pasos. Adelante, una banda de música acompaña con sus marchas e himnos. Son viejas melodías que recuerdan las noches gloriosas del box iquiqueño. Cada cierto tiempo, el golpe seco del tambor parece marcar el paso de los deudos. Sobre las cabezas se yerguen los emblemas de los clubes deportivos, de las sociedades mutualistas. En fin, de toda la sociabilidad popular que se da cita para este último momento. Sus portadores, hombres mujeres, dan testimonio de la persistencia de esas instituciones que se niegan al olvido.
Los entierros son un espacio más de la sociabilidad popular, el lugar del encuentro, de la despedida, del apretón de manos, del cómo estás; el lugar donde las rivalidades barriales desaparecen. Es el sitio donde además se recrea la memoria. Se hace el camino largo en busca de esa ciudad que ya no está. Se barajan los nombres de los que ya no están, o de aquellos que no pudieron venir.
Se va a despedir a uno de los nuestros. En este caso, se trata de don Carlos Silva, viejo estibador, colonizador de la San Carlos, fundador del club del mismo nombre, padre de Enrique y de Manuel. Un referente para la vida comunitaria que se articuló entre la calle Esmeralda y Sotomayor, frente al Cementerio Nº 1.
En una ciudad tan bulliciosa, llena de autos japoneses, con vendedores de gas que maltratan los oídos, con gente que perifonea los melones, un entierro los hace callar. Es el homenaje a la muerte. El último tal vez. Don Carlos, que paseó sus apellidos por la infancia plazaariqueña, matarife y sancarlina, que se hizo adulto como estibador marítimo, que heredarían sus hijos, fue despedido la semana que recién termina.
Ese barrio, el San Carlos, que prolongó a Iquique en los años 40 hacia el norte y de paso nos acortó el camino para llegar a la Siberia. Barrio que creció a punta de autoconstrucción y que tuvo la cancha de fútbol más singular del mundo. Entre el cementerio y la calle Sotomayor, entre la vida y la muerte, se desplazaba en un rectángulo que se acomodaba a la topografía del lugar. En un sector, un poste dentro de la cancha le daba al equipo contrario un jugador más. “Había que pasarse a los jugadores rivales… y al poste” comentaban en el tercer tiempo.
Cada mes de septiembre eran clásicos las tradicionales bregas entre solteros y casados, cuyos resultados eran discutidos todo el año. Don Carlos, desde su silla, extendía su mirada de autoridad. Y claro llamarse Silva, era ya toda una cuestión de autoridad, debatida en cada cancha de la ciudad, ya sea en Cavancha o en la Plaza Arica. Con la muerte de don Carlos se no va otro pedazo de este Iquique popular.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 6 de abril del 2003