Tenía más de setenta años y en el barrio le seguían diciendo “Joven Andrés”. Carpintero como el hijo de Dios, construyó puertas, mamparas cómodas, botiquines,  mesas de tres patas, ventanas y todo aquello que sirviera para embellecer y proteger el hogar.

Su casa olía a viruta, a madera quemada por efecto del torno. Los ruidos del serrucho primero y de la sierra eléctrica después, alteraba el ritmo somnoliento de la siesta en la Plaza Arica. Las vigas comprada en el Ferretería Illanes, apiñada en su pasadizo esperaba que las manos del vecino las convirtiera en cualquier objeto. Su casa era el reino donde el plomo se transformaba en oro. O para ser más bíblico el lugar en donde acontecía la multiplicación de los panes

Don Andrés Cartagena se convirtió en el vecino emblemático de la antigua Plaza Gibraltar. Muertos otros personajes como don Luis Barría don Enrique Lozán, don Manuel Galloso y don Ernesto Soza, por sólo nombrar a los viejos, don Andrés con sus presencia nos recordaba que existía el pasado. Y ese pasado era el que le había dado nombradía a este viejo barrio, querido y desconocido a la vez.

En ese entonces las familias no se podían entender sin los abuelos. Esa familia extendida en la que los parientes cercanos y no tanto, los carnales y los que no eran, se daban cita para alegrar los largos días y noches de la crisis iquiqueña. Casas con mamparas abiertas que dejaban  entrar al pariente que venía de Chiloé a pasar la fiesta de La Tirana, y se quedaba hasta que la muerte lo sorprendiera. La muerte terminaba, en su morada del cementerio 1,2 o 3, por darle carta de ciudadanía. En la casa de los Cartagena,  Don José, el abuelo y doña Nidia, la abuela, nos recordaban la raigambre salitrera del puerto. El hermano de don José, don “Pello”, se convirtió en un personaje de fábulas para los que en ese entonces aún no perdíamos la inocencia.

Nadie sabe cuando ni por qué, don Andrés se entregó al Señor. Lo veíamos pasar con su Biblia en mano, la sonrisa siempre en ristre y su andar cansino, como diciéndonos que Dios era su copiloto. Si antes era amable. Ahora lo era más. Me convidaba sus revistas “Fuego de Pentecostés” y me hablaba de un Chile para Jesús. Nunca se cambio de barrio, y eso se le agradece. Para la fiesta de La Tirana Chica y del 12 de octubre cuando el barrio se llena de bailes religiosos, don Andrés cerraba la puerta de su casa.

Con la llegada de la Zofri se compró una camioneta en a que llevaba a los hermanos y le servia además para transportar sus muebles y sus maderas. El Templo de Juan Martínez y luego el de Amunátegui supo de su arte. “Es para el Señor” me decía, mientras sonreía con esos bigotes a lo Leo Marini. No lo quise ver la última vez. Prefiero quedarme con esa imagen en la puerta de su casa esperando a sus tres hijos.