A Mario Ruiz, antes de dejarlo en el Cementerio Nº 1, que es una forma más de seguir en el barrio, lo llevaron a su casa. Lo llevamos, a decir verdad-
(Caminar tras la carroza es alterar la vida cotidiana, apropiarse del espacio de autos y micros, es contar historias donde el finao ocupa un rol protagónico, es repasar algo de esos años que ya no vuelven nunca más).
Bajó la carroza por Serrano, y al llegar a su casa, los crisolinos, gritaron: «Cri-Cri, Sol-Sol, somos los niños de Crisol». Un grito inocente, ejecutado por hombres que pasaban los cincuenta años. Después de todo el Crisol, aglutinó a esos hombres que alguna vez fueron niños, y que se vestían de beisbolistas para parecer más maduros. Ahí estaba el «Chillo» Astorga, el «Negro» Camacho, «Calinga», el «Loco» Guayo, el Andro, Juan Calderón, Marcial Coca, el «chino» Yon con el estandarte made in Tacna. Todos niños, agitando las aguas de ese club que se fundó en una casa de la calle Errázuriz.
Baste ver las fotos. Serios con el bate en la mano, la gorra con la visera a un costado, los trajes anchos a veces, y la mirada perdida como buscando un diamante, de esos que las películas made in Usa, muestran. Pero aun así la cancha del Sipt cobijó los clásicos entre Crisol y Remache, Crisol y Academia, Crisol y Olimpo. Y los jardineros, primera y segunda base, los lanzadores llenaban de verde ese desierto que jamás pensó en producir un jon-ron. El jon-ron es una linda flor que vuela a la velocidad de la luz.
A Marito Ruiz, leyenda barrial, serrano de corazón, pimponista de muñeca brava y defensa imparable, la muerte, le tocó el hombro. Volteó la cara, ahora sin gorro y sin visera, y le vio la cara a la innombrable. Seguro que sonrió con esa sonrisa que se le dibujaba cada vez que hablaba de su partida de pimpón con el chino aquel, y tras treinta y tantos años de revancha, más viejos ambos, le vuelve a ganar.
No pudo, Mario Ruiz Soto, aponchar la muerte.