Lo habían dado por muerto muchos años atrás. En la época en que los chilenos se morían, en el exilio, enfermos de pensión. Este Cafrune, no es el argentino gaucho, sino que  el nuestro, aquel que en las noches de bohemia antofagastina, cuando esa ciudad no está dormida, nos sacudía con ese vozarrón potente que hacía estallar las paredes del viejo Tambo Atacameño, esa institución que nos cobijó en las duras noches,  y cuyo libro Jorge Vallejos nos debe.

Lo conocí una noche, que no era cualquier noche, tratándose del tambo atacameño. Tomó su guitarra, que obviamente no era de él (él no tenía más que esa barba larga y esas ganas de vivir la vida) la acarició y se largó a cantar. Nadie lo paró nunca más. Hasta el día en que Osvaldo Torres nos anunció que se nos murió. Cantaba a Zitarrosa, pero cantaban también una hermosa canción de la Nelly Lemus, escrita en esas noches cautivas en la calle Ossa o bien en su casa. Uno nunca sabe donde verdaderamente se escriben aquella  cosas que no son  oficios ni memorándum. Aquella canción de la Nelly se llamaba “Atardeceres”. La voz de Cafrune la deletreaba: “He ido hasta las barcas/a recoger la tarde/ en el mismo momento/ en que los hombres/ pintaban con su red/ la sinfonía de la pesca”.

Las urgencias de los fines de los años 70 hacía que uno no preguntara mucho; de allí que siempre le llamamos Cafrune.  Hace unos pocos años atrás supe que Castillo era su apellido y Alejandro su nombre. Tenía alma de castillo: enorme y de hormigón armado. Pero siempre tendía sus puentes levadizos a quien quisiera conocerlo. Lo de Alejandro sería por el Magno. Era conquistador y magno, o sea grandísimo. De su puño y de su alma escribió esta canción: «Quiero llegar al fondo de tu alma/ y descubrir cada cosa que tú tienes/ Despertar al niño que dormido/ con impotencia,  tú mantienes.»

En  París, la ciudad luz, Cafrune proyectó su exilio; allí se alimentó de nostalgia que olía al vino navegado del Tambo; allí cantaba con Zitarrosa su “Guitarrero Viejo; allí, por las rue donde caminó Voltaire, creyó que era la calle Caracoles.  Allí grabó un CD con canciones de César Vallejo, que murió, al igual que  Castillo, en esa ciudad donde se inventó el optimismo, en el siglo XVIII. Al cantarle a Vallejo, se hermanaban en la muerte: “Me moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo/ Me moriré en París -y no me corro-/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”. Se murió de nostalgia, y no del pulmón, nos aclara nuestro Cónsul en París, Osvaldo Torres.

Y es cierto, esa figura alta y con barba negra, no era de allí. Era de aquí, como Sabella, como la Lemus, como  esos peces con la que se crió en su  Mejillones.