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Habrá sido allá por el año 1939, que doña Vicenta le hizo clases a mi madre y a una de mis tías. Ambas comentan la elegancia de la profesora recién llegada a Iquique, luego de terminar sus estudios en la Normal. «Era jodida la Vicenta» me cuentan a coro. Tenía además, una pronunciación exquisita, las eses existían. «Nos mandaba a trabajar a la biblioteca, a estudiar a los fenicios, aztecas y otomanos». La escuela Nº 10, fue su templo, entre otros muchos que tuvo (Me gustan las escuelas con números).

La conocí en los años 80 cuando fui acogido por los Ostojic Salinas en su casa de la calle Esmeralda. El día miércoles significaba comer rico, en abundancia condimentado de sueños y de proyectos. Siguen siendo almuerzos rituales en la que el amor se reparte como el jugo de naranja.

Doña Vicenta, ejercía su matriarcado de una manera especial. Se desplazaba por la ciudad en un automóvil acorde a su personalidad. Tomaba te con sus alumnas y colegas. «Y como está la niña Electra» me preguntaba por mi tía que está al borde de los 90 años. Su casa, iquiqueña por lado y lado, brillaba coma la sonrisa de su esposo Petar.

Bailó con sus hijos cuando cumplió un siglo de vida. Fue una noche mágica que congregó a todo Iquique. La muerte la sorprendió no de sorpresa, lo que no quiere decir, que la esperaba. La muerte siempre viene a mansalva. Nació en el Iquique salitrero y murió en una ciudad que tal vez no la reconocía. Pero igual se daba mañas para entenderla. Su ausencia se advierte en su casa de Esmeralda 714 que luce sus puertas cerradas. Volvió al lecho que compartió con su Petar querido. Ahora y para siempre en el Cementerio 1, el más iquiqueño de los cementerios.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 23 de junio de 2013, página 27