El que bautizó como Chanchote a Freddy Rivera Gárate cumplió un rito más de la cultura popular de los matarifes. La relación no podía ser más certera. El Freddy era grande – y aún lo es- y de caminar cansino. A ello habría que agregar que tenía el corazón y la sonrisa abiertos de par en par; tal como antes estaban las mamparas de los vecinos iquiqueños.

Chanchote se crió entre el Matadero y la Plaza Arica. En el primer barrio se enteró, de primera fuente, de las glorias del más universal de todos los iquiqueños: el Tani Loayza. En el segundo, se enteró que tuvo raíces anglosajonas peliadas con españolas: la plaza Gibraltar, convertida en Plaza Arica, jugó basquetbol de la mano de la paciencia y de la tozudez de Manuel Silva. Alternó con el «Loco» Guayo, el «Loco» Mery, el Miguel Alvarez y los Vodnizza -los mellizos-, entre otros.

Chanchote tuvo la virtud, sólo de pocos, de convivir en dos barrios, cruzados por eternas y nunca del todo aclaradas disputas carnavalescas y deportivas. Fue el embajador de ambos países. Alguien hubiera dicho que era espía por partida doble.

Un año, no sé si el 76 o el 77, vestía la casaquilla de Regional Antofagasta. Compartió la línea de centrales junto a Avelino Albornoz. Un domingo por la tarde, jugando frente a Colocolo cuyo arquero era Adolfo Neff, Freddy Rivera le clavó un frentazo que nos hizo pararnos a todos en el estadio. Fue un gol más que un iquiqueño le encajaba al centralismo. Tiempo después, en los ochenta, cumplió su sueño. Vistió la camiseta celeste de Deportes Iquique con el número tres en la espalda junto a Campodónico, Sazo y Arriaza.

Chanchote tenía la habilidad de jugar tardes enteras tenis de mesa, que en ese entonces era ping-pong, contra Héctor Cartagena, en la sede social de La Cruz. Pasaban las horas y la pelota jamás tocaba el suelo. La sede que René Saavedra y otros construyeron en años, en una semana o menos la Municipalidad de esos tiempos, demolió con furia planificada. Desde ese entonces los crucianos no tenemos casa.

Chanchote más que caminar arrastraba los pies y con ella su humanidad. Le colgaba el crucifijo que en la noche de su muerte, se tiñó de rojo. Del color del Matadero. Tenía el pelo largo a la usanza de los mejores jugadores rioplatense. Y nunca olvidó sus calles. Después del profesionalismo jugó por el barrio y por otros también. En su velador guardaba como buen hijo de peregrinos del Baile Chino, la estampa de la Virgen. Bajo su piel, y al modo de camiseta, tenía la de color café, la de los promesantes, del baile que tiene el privilegio de sacar a la China el día grande de La Tirana.

Donde me veía siempre me regalaba una sonrisa abierta y plena, y susurraba mi sobrenombre en jerga del barrio. Por eso cuando supe que la muerte lo había visitado, miento si digo que lloré, pero no miento si digo que garabatié al destino. Y junto a Borges, repetí: «a todos tarde o temprano, nos va entregando la vida». CHANCHOTE