No hay mejor modo de destruir lo tradicional, argumentando que éste se opone al progreso. Este es un recurso demasiado usado en la historia. Los españoles cuando se avecindaron en estas tierras, destruyeron la religión tradicional, convencidos que traían la verdadera fe. En los años sesenta, la sociología del desarrollo, levantó las banderas de la modernidad para acusar que la cultura tradicional de América Latina, era un obstáculo para el desarrollo. Y tanto los sociólogos de izquierda como de derecha coincidían en ese diagnóstico. Para ambos, por ejemplo, la religiosidad popular, como la fiesta de La Tirana, se oponía al progreso. Este, por cierto, se definía en Europa e iba de la mano con el avance y expansión del capitalismo.

En Iquique pasan cosas similares, y no gratas por cierto. A diario vemos, con estupor, como la tecnología moderna, levanta edificio sobre la más cara tradición iquiqueña. Si años atrás cuando regresábamos a la caleta-puerto, lo primero que preguntábamos era si algún incendio había devorado la ciudad, hoy el tenor de la pregunta, se dirige a indagar acerca de que nueva torre se edifica. Lo que no se repara es que, la torrecita aquella se levanta sobre años de historia y de identidad iquiqueña.

Más se alguno estará pensando en que estos argumentos, que emite además Mario Zolezzi y Pilar Montes entre otros, implica congelar la historia, oponiéndose a la nueva religión: el progreso. Nada eso, significa, ni más ni menos, en salvaguardar nuestras más preciadas señas de identidad.

Yo me opongo a la manida y poca clara idea del progreso, fundamentalmente por tres razones: Una, porque aún persiste la pobreza; dos, porque hace tabula rasa del pasado, como si éste fuera un lastre y no una fuerza que inspira y motiva, y tres, porque las promesas de tal idea, no se han cumplido: lejos estamos de la idea de la perfectibilidad que enunciaron los ilustrados del siglo XIX. Las guerras, son las muestras más evidentes de cuan lejos estamos de ser perfectos.

El  iquiqueño se define también, por la forma en que nos apropiamos del espacio y lo diseñamos. En nuestra arquitectura vive nuestro pasado y nuestro futuro. Por cada torre que se levanta, en lugares donde Iquique vivió, su modernidad y su esplendor, se entierra el patrimonio. Por cada viga de pino oregón que se vende al mejor postor, estamos vendiendo la sangre de los fundadores de esta caleta-puerto, que más parece un mall.

Pero si queremos ser más prácticos, tenemos que decir que el atractivo turístico de Iquique no la constituyen sus playas (en el Caribe las hay mejores, y esto hay que reconocerlo aunque nos duela), ni sus torres (en Miami, por ejemplo, hay miles), sino que su arquitectura. Sus calles, sus veredas, que alguna vez fueron de madera, su viejo barrio como El Morro, la calle Baquedano y tantas otras, donde aún es posible observar el espíritu cosmopolita de la ciudad.

En otras palabras, una adecuada política de turismo -si es que la hay- debería potenciar estos sitios y valorarlo. O sea, diseñar instrumentos de incentivos económicos para que sus propietarios, vías subsidios estatales, conserven, pinten y hermoseen sus casas.

Una política comunal que restaure las principales calles del barrio El Morro, las valorice y las promueva como sitios de atracción. Una política que implique valorar los pocos miradores que aún quedan en la ciudad.

En fin, una estrategia turística que implique poner en valor la historia. Declarar barrio histórico al Morro con todo lo que ello implica. Pero, para ello se necesita imaginación y voluntad, cuestiones que no se compran en el mercado ni vienen allegados al poder político.

Implica que tanto el sector público como el privado, coincidan en la necesidad de diversificar la estrategia turística de la ciudad, pero no perdiendo de vista que nuestro mejor capital turístico es nuestra historia y nuestro patrimonio arquitectónico.