“Care Guagua”
1918- 1987.
Peso: Mosca.
Cuando ir al cine en Iquique era importante, en una de esas películas de cowboy había un actor llamado Art Cord a quien le decían Care Guagua. Dicen que se parecía tanto a José Castro que el apodo le quedó para siempre.
Del norte vino con el apodo de “Cara de Guagua”, así lo llamaban en su brava tierra iquiqueña, y bien pronto, en la capital todos se acostumbraron con el mote. Y siempre fue así, “Cara de Guagua”, modesto y tranquilo, quitado de bullas y pasando inadvertido. Metido en su uniforme de soldado de la aviación todavía lo recuerdo, caminado por nuestras calles con una gorra grandota y su “cara de guagua”, inconfundible. Y era difícil adivinar que bajo esa gorra, y dentro de ese uniforme, que lo hacía parecer hasta endeble, se escondía un campeón chileno y latinoamericano, y el más fuerte de los pesos moscas que tuvo sudamérica durante muchos años.
Gran figura del pugilismo amateur nuestro, siempre será recordado con cariño y admiración, por su valentía de hombre de ring, su decisión y su contundencia y, además, por su dilatada campaña.
Sobre el ring, sabía ir derechamente as u adversario. Se acercaba cautelosamente y lanzaba su terrible gancho de izquierda a la cabeza. Muchos sintieron los efectos mortíferos de ese impacto seco y certero, que le abrió el camino de la fama, desde aquel lejano año 1936, cuando en Iquique, le arrebatara el título de campeón de Tarapacá a Juan Arias. Ese año, vino por primera vez a la capital, y fue tercer campeón de peso mosca. Luego fue una figura familiar en los campeonatos nacionales, figura de prestigio y obligado finalista de su categoría. Formó entonces, en la plana estelar del pugilismo amateur chileno, durante doce años. Siempre, con sus magníficos atributos, con su eficacia nunca desmentida.
Cinco veces fue campeón de Chile; una campeón de Latinoamerica, y dos más, vice campeón. Cuando ganó el cetro subcontinental, fueron los jurados los que lo obligaron a compartir la corona que era suya sola. Cuando fue segundo en Guayaquil, también los jurados decretaron, erroneamente, ese puesto secundario, en circunstancias en que le pertenecía legitimamente el cinturón de campeón. Pero Castro nunca se quejó de esos azares. Le gustaba el boxeo, por las emociones que él depara, por el ansia de competir y de luchar lealmente, por la satisfacción de usar el escudo tricolor de los representantes del pugilismo chileno, en contiendas internacionales.
Era un extraño noqueador. Porque nunca buscó definiciones contundentes sobre el ring, nunca quiso esa fama de “traga niños”, que consiguió a causa de ese gancho izquierdo, demasiado potente para sus 51 kilos. Al contrario fue un boxeador hábil, estudioso, un boxeador que buscó la definición por puntos, aún cuando había dinamita en sus dos manos. Pero realmente, pegaba demasiado para sus adversarios, su golpe correspondía a la categoría pluma, y , en mosca, tenía que acusar estragos y amedrentar a los muchachitos bisoños que a veces debía enfrentar en los campeonatos nacionales.
Castro fue grande, incluso en su derrotas. Yo recuerdo que en el Nacional del 45, Eduardo Cornejo, lo venció después de un fallo que fue muy discutido. En realidad, Castro estuvo flojo esa noche, pero ni siquiera protestó. Cuando le preguntaron por la pelea, comentó:” Bueno, yo creía que iba ganando fácil y no exigí, como debía haberlo hecho”. Al año siguiente de nuevo fue superado por un muchachito de 16 años. Pero ese encuentro está dentro de los más emocionantes de los torneos nacionales. Fue Manuel Santibañez el que lo postergó en esa oportunidad. En el primer asalto, Castro conectó su gancho de izquierda y el rival fue a la lona, muy maltrecho. Pero el muchachito era bravo y se levantó a pelear con el campeón, de igual a igual. Perdió Castro, estrecho pero quedó conforme porque había sido derrotado por un elemento joven, que prometía. Bien valía la pena darle paso a quién sabría honrar el cinturón que él poseyera, en numerosas ocasiones…
Tenía entonces ya 10 años de box y de campeonatos nacionales. Y se pensó que esa derrota lo haría tranquilizarse y lo alejaría del boxeo. Y no fue así. Volvió al año siguiente, con ganas de reconquistar la perdida corona, y logró su afán. En la final hizo sentir el peso de sus ganchos al también veterano Carlos Tejo.
Lo ví en su última actuación internacional, y ví como ese terrible muchacho argentino Pascual Pérez- que meses más tarde fue campeón olímpico-, lo derrotó en un espectacular y fiero encuentro. Habían sido rudos los dos primeros asaltos, y se mantenía la paridad absoluta. Castro había ganado un round y el mendocino otro. Pero la juventud exhuberante de Pascual Pérez se impuso es esos tres minutos dramáticos del último asalto. Tocando justo, ”Cara de Guagua” fue a la lona, totalmente vencido, al parecer. Pero estaba defendiendo el escudo de la selección chilena, y no aceptó la derrota de buenas a primeras. Se incorporó y dio una muestra grande de su bravura, de su decisión y de su hombría. Estaba vencido, pero no entregado. Y así, maltrecho y semiinconsciente, guapeó hasta el último segundo del encuentro. Porque, ya lo dije, Castro fue grande hasta en sus derrotas.
Es difícil encontrar un amateur de tan brillante y larga trayectoria. Alberto Reyes era un reemplazante digno de él, pero cambió de rumbo en su vida deportiva. Y ahora va a costar muchos años encontrar para nuestros equipos nacionales un peso mosca que inspire la confianza que nos daba José Castro.
Ticiano
Tomado de la Revista Estadio
25 de Febrero de 1950
Más sobre José Castro
Más Crack que nunca
Cuando va por la calle, difícilmente podría adivinarse en él a un campeón chiquito, metido en un uniforme que parece demasiado amplio, y encasquetada una gorra que parece demasiado grande: calladito y humilde, con más apariencia de debilidad que de fortaleza. Sin embargo, bajo esa gorra, y dentro de esa guerrera de «aviador», bajo esa apariencia de niño de débil, se esconde una gran figura del box amateur chileno, la que compartió un tiempo con Guillermo López, el mérito de llamarse la primera, y que le corresponde a él sólo desde la claudicación del glorioso «Palais Royal».
Desde que en 1936 arrebatara el título de campeón de Tarapacá al astro nortino de los mínimos, Juan Arias, José Castro ha brillado en el firmamento deportivo con esa luz propia y potente digna de los cracks auténticos. Aquel año vino por primera vez a un torneo nacional, representando a Iquique, y fue tercero. Desde entonces sólo una vez faltó a la cita anual, y no porque él hubiera querido quedarse al margen de la gran fiesta, sino porque, por algo raro, que nunca llegó a entender, no lo mandaron buscar para que defendiera el título de los «moscas» que había ganado.
Cuatro veces campeón de Chile, una campeón sudamericano, y otra vice campeón del continente, es el record envidiable, difícil de igualar, del que ha pasado a ser el «decano» de los campeones. El titulo máximo de Sudamérica lo compartió con el uruguayo Carrizo y el argentino Bustos, pero esa fama que debió pertenecerle en exclusividad a no mediar ciertos «errores» del jurado, que pareció ser el mismo que aquel otro que en Guayaquil lo relegó al segundo lugar, cuando sobre la lona del Huancavilca había él dejado en claro su superioridad sobre todos los adversarios.
Pero al «Chico» Castro no le importan mayormente estas cosas, que para otros suelen ser demasiado amargas. A él le gusta subirse al ring a guapear, cuando hay que hacerlo; a lucir la esgrima maravillosa que no fue preciso enseñarle, cuando para dominar a un adversario basta la ciencia. Los resultados para el gran iquiqueño nunca tendrán una trascendencia decisiva. En sus diez años de intensos trajines sobre el ring, se encontró muchas veces con esos fallos, como los de Montevideo y Guayaquil, pero los campeones no sólo deben reunir los atributos necesarios para vencer a sus rivales, sino, también, para imponerse a esos reveses a que no escapa ningún hombre entre las cuerdas. Y el pequeño «aviador» da fe de ser un campeón con todos esos atributos.
Cuando apareció Castro en el escenario pugilístico, causó sensación su derechazo que derribaba adversarios como simples muñecos, y nació su fama de «terrible noqueador». El campeón sonríe al escuchar el comentario, y al advertir el espanto con que se le ponen al frente rivales amedrentados por su fama de golpeador. Porque Castro no es eso; es un boxeador habilísimo, un hombre que jamás busca la decisión contundente, que no gusta perder su apostura en incontrolados afanes.
Se le llama el «veterano» Castro. Vale el concepto sólo en lo que dice relación a su dilatada campaña, porque, en realidad, 10 años de actuación dan categoría de veterano; pero el campeón es un muchacho de 26 años, en los que ha derrochado ciencia y energía, habilidad y vigor. Cada vez, los fanáticos piensan que será el último campeonato de «Cabrito», pero como ahora, aparece siempre el bravo iquiqueño de la aviación más sabio, más crack que nunca.
Algún día, cansado de viajar, disminuido el entusiasmo que lo mantiene hace una década en actividad, José Castro nos anunciará su retiro; pero lo volveremos a ver; porque el muchacho ha abierto los ojos donde, quiera que fue, y ha aprendido mucho.
—Seré entrenador —dijo Castro—, y para eso tomé ya a los muchachos del Matadero de Iquique. Trataré de enseñarles lo que aprendí en mis años de boxeador.
Y entonces, desde un rincón, veremos al bravo y sabio iquiqueño dando consejos, diciendo lo que a él le dijeron y que tan bien aprendió: «Tranquilo, boxee, no se apure, que usted no es peleador…”.
Tomado de la Revista Estadio
3 de noviembre de 1945. N. 129. Año V