1882-1960

El Premio Nacional de Literatura
Victor Domingo Silva
Agustín Billa Garido
victorEl jurado a quien correspondía asignar el Premio Nacional de Literatura para 1954 ha realizado una obra de estricta justicia al otorgar este preciado galardón a Víctor Domingo Silva, cuyo nombre se insinuaba con legítimo derecho para optar a este premio desde hace muchos años, casi tantos como tiene de vida éste. Postergado una y otra vez, con diversos pretextos, el nombre de Víctor Domingo Silva continuaba aflorando a los labios de cuantos piensan que el Premio Nacional de Literatura ha de constituir la recompensa que la gratitud ciudadana otorga a un escritor por una vida consagrada, con eficacia, al cultivo de las bellas letras. En fin, ha llegado la hora de reparar tan injustificada postergación y ello significará, asimismo, una esperanza para otros grandes escritores chilenos tan injustamente retrasados como el cantor de «La Nueva Marsellesa».

No tiene nada de extraordinario que el nombre de Víctor Domingo Silva estuviera en la mente de millares de chilenos, porque la mayoría de nosotros ha aprendido a gustar la belleza del idioma castellano, leyendo versos de Víctor Domingo en los textos de lectura para humanidades, como muestra de alta calidad poética. Sin contar el poema «Al Pie de la Bandera», cuyas estrofas aprendimos por imperativo patriótico, recuerdo una composición titulada «La Carreta», que comienza diciendo:

«Crujiendo, rechinando, quejándose de todo,
se arrastra la carreta por sobre el polvo gris;
ya hunde hasta los ejes las ruedas en el lodo;
ya muele con sus llantas los granos de maíz».

A su lado marcha el carretero, sufrido y leal, personaje característico del campo chileno, cuyos anhelos son limitados, pues aspira sólo a la paz de su hogar modesto y a tener buena cosecha en su chácara; sin embargo, a veces suele pensar en la riqueza que conduce al paso cansino de los bueyes y sueña: «por Dios, si fuera mío»… y queda latente el anhelo insatisfecho, queda expresada la angustia social, queda señalada la injusticia de que unos tengan demasiado y otros carezcan de lo indispensable.

Este propósito de hacer patente la injusticia y de buscar la solución conveniente inspiró muchos de los más hermosos poemas de Víctor Domingo Silva, y le llevó a constituirse en el más connotado «poeta social» del primer cuarto de este siglo. Sus arrebatadoras estrofas de «La Nueva Marsellesa» fueron como el evangelio de los obreros organizados cuando se reunían en sus concentraciones y en ellas no faltaban algunos jóvenes de larga melena dispuestos a recitar con tribunicios acentos:

«Hermanos en la vida y en el trabajo, hermanos
en el dolor y en todo: estrechemos las manos,
pues marchamos todos por un mismo camino,
vamos a la conquista de nuestro gran destino.

Todos los que sufrimos debemos ser iguales.
si todos recibimos los azotes brutales
de la maldad; si todos formamos los racimos
de vieja carne anónima, por qué no nos unimos
y, apretados en torno de la común bandera,
saludamos la nueva, fecunda primavera,
y en esta tierra llena de horror y de impudicia
clavamos el augusto pendón de la justicia.

¡Hermanos en la vida y en el dolor! Ya es hora
de erguirse y rebelarse. Despierta ya la aurora
del gran advenimiento de los días supremos
de redención… Hermanos, llenos de fe luchemos
por conquistar el trozo de pan que se nos niega:
nunca, jamás roguemos (sólo el mendigo ruega),
y ante la puerta de oro de ahitos Baltasares,
hermanos, escribamos el «Mane-Tecel-Fares».

Víctor Domingo Silva no es solamente el «poeta social», llega a serlo porque su sensibilidad se conmueve ante todo «lo que vibra y lo que late», porque toda idea grande tiene eco en su espíritu, porque todo color le conmueve toda injuria le hiere. Entonces canta. De allí que con mucha verdad diga en su «Profesión de Fe».

«Aquí estoy. Soy el rápsodo. Camino
y canto al par. E absorbo en lo profundo
de la naturaleza. Peregrino
del pensamiento, voy meditabundo
entre la hostilidad de los humanos
odios -esos obscuros salteadores-,
esparciendo mis sueños como granos,
deshojando mis versos como flores»…

De allí, también, que tenga esa cuerda íntima pulsada por el dolor, una de cuyas más claras manifestaciones se halla en esas estrofas exquisitas de su poema «La Cuna Vacía», escrito a la muerte de uno de sus hijos que llevaba su nombre:

«No ha muerto, no, no ha muerto.
Ni siquiera se ha ido.
Siempre está con nosotros, aunque no haya ruido,
ni sus ojos enormes nos sonrían como antes.
¡Siempre está con nosotros!

No hay horas, no hay instantes
que algo, en la casa muda, no nos recuerde el día
en que, al verle en la cuna, creímos que dormía».
……………………………………………………………
«Está presente en todo.

Nada hablamos ni hacemos
sin recordarlo, nada… Los silencios supremos
de las meditaciones, las frases indecisas
de un diálogo, el hojeo de un libro, las sonrisas
y los suspiros, todo le pertenece. Es dueño
de nuestro afán,
de nuestra quietud,
de nuestro sueño».

De igual modo que frente a la injusticia social o frente al dolor íntimo fluyen armonías en su numen privilegiado, también le inspiran pequeñas obras maestras, algunas estampas románticas, o el recuerdo de un amor pasajero, o el espectáculo de aquel joven que tocaba el violín…

«Aquel mozo, enfermo y flaco,
murió tocando el violín.
¿Qué queréis? Halló su fin
en un sorbo de alcohol
y un puñado de tabaco.

Le hallaron tendido al sol
Y abrazado a su violín».

Y, asimismo, le arranca quejas profundas esa angustia del porvenir íntimo, el agostarse de cada existencia minada por la cuchilla implacable del tiempo; de allí que, con un tono semejante al de Guerra Junqueiro, nos hable de «El Regreso», diciendo, en parte:

«Me acosté llorando por mi hogar desierto,
por mi infancia ida, por mi padre muerto…
Días, meses. Años, han pasado ya,
y en la casa en ruinas, desde los cimientos
hasta las cornisas de los aposentos,
¡todo qué distinto, qué cambiado está!»

Y, del mismo modo, al visitar el hogar grande que es su patria, tras recorrer tierras foráneas, se duele del abandono de Arauco, del dolor de esa raza vencida por los tinterillos y el aguardiente, antes que por la fuerza de las armas, y dice en «Elegía del indio que regresa»:

«¡Tierra de Arauco! ¿Tierra triste!
¡Tierra querida en que nací!
Es una queja inacabable la de tu raza, ayer feliz.
Ya no está verde tu montaña,
ya no es tu cielo de zafir;
las mapuchitas ya no cantan
sobre la trama del tapiz;
hasta los niños se diría
que se resisten a reír;
los cisnes huyen de tus lagos,
tus bosques gimen al dormir,
y los copihues balancean
sus campanitas de rubí
como las lágrimas de sangre
que llora el indio al sucumbir.

¡Tierra de Arauco! ¡Tierra triste!
¡Nunca serás como te vi! Mares remotos he cruzado,
lenguas extrañas aprendí;
la vida errante ya me cansa…

¡Pero tu imagen está en mí,
como los árboles que fijan
en tus entrañas la raíz!

¡Rucas en ruinas! ¡Campos yertos!
¡Lanzas roídas del orín!
Ya no hay guerreros que combatan…

¡El «huinca» odiado venció al fin!
¡Tierra de Arauco! ¡Tierra triste!
¡Como la pena de partir
hay una sola, y es la pena
de regresar… y verte así!»

Sin tiempo y sin espacio para analizar cabalmente la obra de este Nuevo Premio Nacional de Literatura, las notas precedentes servirán, por lo menos, para justificar nuestro júbilo ante el reconocimiento que se le adeudaba y hoy se le ha pagado.
A.B.G.
Tomado de Revista En Viaje
Septiembre de 1954
Año XI
Edición Nº 251
pp 45 y 46

El Costino

 

En este país, donde los salteos en despoblado nutren copiosamente la crónica policial de los diarios, han de ser muy pocos los que recuerdan el que se efectuó veinticinco años atrás en una de las comunas rurales de la provincia de Ñuble. Fue un hecho vulgar que llegó a llamar la atención sólo por la excesiva saña de los bandidos, pues no contentos éstos con violar el domicilio y robar y golpear a sus moradores, los asesinaron sin objeto y acabaron por prender fuego a la casa. Faltando a su tradición, la policía anduvo feliz en la persecución de los malhechores, los que en su mayoría cayeron en poder de la justicia y están pagando con presidio perpetuo su salvaje crimen. Quizás parezca extraño que no haya funcionado para ellos el patíbulo; pero debe advertirse que, de la confesión de todos los comprometidos, apareció que el principal culpable, el instigador y acaso el único autor del salteo, de los asesinatos y del incendio, era un mocetón de malos antecedentes, ya bien conocido en los anales del crimen en toda la región. Apodábanlo el «Costino», y más audaz o más astuto que sus cómplices, logró burlar la persecución y desaparecer… Se envió la filiación y el retrato del «Costino» a todas las policías de la República; pero pasaron meses y pasaron años sin que se tuviese de él la menor noticia, y el crimen y los criminales acabaron por ser olvidados definitivamente.

********************

Son las siete de la mañana. Es la hora de mayor y más intensa actividad en la oficina, la hora en que el calor tórrido que hace reverberar los calichales no obliga todavía a los pampinos a interrumpir la faena. El campamento, donde no se quedan más que las mujeres y los párvulos todavía ineptos para el trabajo, está casi solitario, porque todo el mundo se ha ido de compras a la pulpería y a la recova. El sereno pasea por las calles desiertas, armado de su huasca de hierro y seguido de su quiltro avisador. A la puerta de la casa de ño Virginio, el viejo particular, se ha asomado una muchacha nada mal parecida, morena, de carnes opulentas y grandes ojos obscuros; pero apenas divisa la persona de la «autoridad» vuelve al interior. El sereno se detiene entonces y saluda con voz solemne, deseoso de entablar conversación.

– Siempre arisca la palomita -dice-, ¿por qué se arranca?

– Ya le he dicho, Arturo -le responden de adentro-, que no quiero que venga cuando estoy sola… Que no quiero dar que hablar a la gente.

– ¿Y qué tiene que ver? ¡Tanto cuidado con la gente ahora!

– Ahora y siempre, Arturo… ¿Por qué no viene cuando están aquí mi papá y mis hermanos?

– ¡Poca ley que no me tienen!

– Por algo será…

– Yo nada les he hecho… Y, en cambio, yo podría decir muchas cosas y me las guardo…, por lo que yo sé…

– Siempre con las mismas, Arturo. ¿Qué es lo que usted sabe? Ya me tiene «hasta aquí» con sus amenazas. ¿Le estamos debiendo algo?

– Dígame que entre y se lo diré… Aquí fuera hace mucho calor.

– ¡Miren el joven delicado! No se vaya a derretir…

– Será como usted quiera. Pero yo le vuelvo a repetir que a usted no le conviene despreciarme.

– Sabido es que usted como sereno nos puede hacer mucho mal. Pero eso no sería de hombre. A la mujer hay que buscarla por la buena…

– Por la buena le busco, Juana Rosa.

El diálogo se interrumpe de pronto. El sereno ha divisado al administrador, que acaba de separarse del contador. Viene de las máquinas y anda de excursión por el campamento. Sin despedirse de la muchacha, el sereno va al encuentro de su jefe, a quien, como es natural, adula servilmente. Se descubre delante de él, lo saluda con frases y gestos perrunos y se queda como aguardando órdenes.

– ¿No hay novedad Arturo?

– Ninguna señor. Estaba ahí en la puerta de ño Virginio. Me habían dicho que tenía gente alojada y quería averiguarlo. El administrador sigue andando y el sereno se pone a su lado. En vista de que aquél guarda silencio, cree oportuno ir extendiéndose en detalles.

– Es mala gente ésta, señor, ya se lo he dicho, y hay que desconfiar de ella. La cabra tira al monte…

– ¿Parece que le tienes ojeriza?…

– Ninguna, señor. Es que desde que supe que el tal ño Virginio no era de los trigos muy limpios, me he puesto a observar y, francamente, sería mejor que se les diese la bota…

– Es gente trabajadora, Arturo.

– Será, pues, yo no lo dudo. Pero hay que andar con cuidado con esa gente. El que ha sido moro viejo…

– ¿Y tú crees, Arturo, que todos los que comen el pan de esta oficina son pájaros de menos cuentas que el pobre viejo Virginio? ¡Trabajo tendríamos para rato si nos pusiéramos a averiguar los antecedentes de todo el personal!

– Es que éste ha sido salteador, señor, y de los finos. Es hombre que debe muchas muertes. Yo soy de su misma tierra y se las conozco todas. Ño Virginio anda arrancado, y si la justicia llega a ponerle la mano encima, no se libra de que le peguen cuatro tiros.

– Eso habrá sido mucho tiempo atrás. Aquí el hombre se porta bien, tiene familia, todos son trabajadores y hay que dejarlo tranquilo…

– Hasta que haga la grande – comenta el sereno, filosóficamente, golpeándose las polainas con la huasca.

– Voy a recorrer la Pampa – dice el administrador, ansioso de cortar una conversación que le molesta.

– ¿Le traigo la yegua? -pregunta el sereno, con exagerada obsequiosidad.

– ¡Ligerito!

********************

En aquella abierta cancha de pelea que se llama la Pampa Salitrera se reconoce fácilmente el carácter de las diversas razas que allí acuden a competir cara a cara con el peligro y la fatalidad. Entre el chino tímido y astuto, el peruano meloso y tacaño; el indio boliviano, pasivo y estúpido; el japonés, discreto y ágil, destácase el roto chileno con todo su carácter, orgulloso, despilfarrador y fatalista.

Es un fenómeno sencillo que puede contrastar diariamente el patrón o el empleado superior al recorrer la Pampa: el boliviano apenas siente el ruido del caballo que monta su jefe, interrumpe el trabajo, abandona las herramientas para descubrirse y pronunciar, con profunda sumisión (con algo del «bongo», del que aún quedan ejemplares en su tierra), un «buenos días le dé Dios, señor»; el peruano, sin descubrirse, saluda también con cortesía humilde y se prepara a ser interrogado; el chileno vuelve la cabeza para observar al que llega y continúa golpeando como si nada hubiese visto. Si lo saludan, responde con voz entera y reposada, sin dejar por nada del mundo el combo ni el barreno… Así ocurrió aquella mañana con ño Virginio. Reconoció en las pisadas a la «Champaña», la yegua favorita del administrador, que se acercaba al sitio de su trabajo, y ni siquiera se dignó volver la vista cuando observó que sobre él se proyectaba la sombra del jinete y su cabalgadura. Siguió resonando, con ritmo isócrono, el golpe del combo sobre el barreno.

– Buenos días, ño Virginio.

– Buenos días, patrón.

– ¿Quiere que hablemos un ratito?

– Con mucho gusto.

Soltó el pampino las herramientas y con el dorso de la mano se enjugó la frente, inundada de un sudor copioso. A lo lejos sonó un tiro que había quedado casi listo la víspera. Se levantó una pequeña polvareda, y luego, bajo el sol aplastante, todo volvió a quedar en silencio.

– Un cachorro -dijo el viejo, refiriéndose a la calidad del tiro.

– ¿Qué tal la pampa que le han dado, ño Virginio?

– Así, regular suave, patrón. Cuando uno se porta bien…

– ¿Y el sereno?

Una chispa maligna fulminó en las pupilas, ya algo apagadas, del rudo luchador de la Pampa. Después, fijos los ojos en los de su jefe, lo interrogó, recurriendo, para dulcificar su actitud, a un tratamiento desconocido en el norte:

– ¿Por qué me lo pregunta, su merced?

– Yo quiero tener gente buena en mi oficina, ño Virginio. Usted me comprende demasiado. ¿Tendría usted inconveniente para responderme con toda franqueza a lo que le voy a preguntar?

– Pregunte, patrón.

– ¿Es cierto que usted, en el sur, ha sido un hombre malo?, ¿qué usted anda arrancando de la justicia?, ¿que…?

Quiso el administrador seguir su interrogatorio; pero se contuvo ante la emoción inmensa que vio pintada en la actitud del roto. Temblábale la barba, hasta castañetearle los dientes. Un suspiro venido de muy hondo le hinchó el velludo pecho, que la abertura de la camisa descubría a medias. Sus dos manos se hundieron en la ardiente y áspera costra del caliche. Después, quitándose con rabia el raído sombrero y golpeándose con él los muslos, exclamó, como en un sollozo:

– ¡Que no se puea ser güeno en esta vía, por la maire! Sí, patrón, jui hombre malo…, cuando niño. Las malas juntas, la fataliá… Las ganas de divertirse y pasarla bien sin tener plata… ¿Arrancao e la justicia? También es cierto. Pero se lo juro por la Virgen… Después, en la vía le hey hecho mal a nadie…, nunca, nunca, patrón. ¿Juí salteador? Tal vez. ¿Debo muertes? Las tendré que pagar, porque ésa es la ley. Pero, patroncito, por la Virgen… ¿Por qué no me dejan ser güeno? Pregúnteles a los patrones que hey tenío, a ver dónde hey dejao mala fama… Pregúntele a mi mujer si le hey dao mala vía… A mis hijos si no les hey enseñao a trabajar y a ser hombres de ley… Pregúntele a m’hijita, esa pobrecita Juana Rosa, que me miro en sus ojos, si no hey pagao lo que no tengo pa que aprienda el bordao y la costura…

Y el roto bravo, el antiguo bandolero de caminos, como si el evocar la imagen de su hija querida le produjese una emoción superior a sus fuerzas, rompió a llorar como un niño. Por su rostro atezado de pampino, enharinado de polvillo o «chuca», las lágrimas corrían a torrentes, mientras él seguía tartamudeando recriminaciones:

– ¿Qué daño le hey hecho a nadie, patrón? ¡Yo quiero que me igan! ¿O quieren que me bote a saltiaor de nuevo y acabe en el banquillo, pa’ vergüenza de mi mujer de mis pobres hijos? Diga, patrón: ¿usted quiere que me vaya?

– No, ño Virginio… Aquí no se echa a nadie mientras se porta bien. ¿Pero usted le habrá hecho algo a Arturo?

– ¿Al sereno? ¡Me condene vivo! Si es a él, patrón, que le ha dado la perrera conmigo… Cosas de los pobres, patrón. Arturo le anda haciendo la ruea a la Juana Rosa, y la chiquilla no lo puee ver ni en pintura. Al corazón no se le manda, ¿no es cierto, patrón?

– Tiene razón, ño Virginio. Es él el que tiene que salir de aquí… ¡Déme su mano, viejo! Ante semejante resolución, el viejo pampino, apenas repuesto de su reciente emoción, no halló qué decir. Estrechó maquinalmente la mano que se le tendía y ni siquiera a dar las gracias atinó. Sólo cuando oyó que el administrador le decía «hasta luego» y volvía bridas para alejarse pampa adentro, acertó a incorporarse y gritarle con el sombrero en alto.

– ¡El señor y la Virgen Santísima se lo han de pagar, mi patroncito! Toos los patrones debieran ser así… Yo era el famoso «Costino» bandío, el «Costino» saltiaor; pero ése se murió, se murió… Al Señor y la Virgen se lo debo… Se murió el «Costino». No hay más que ño Virginio agora, el viejo Virginio, el roto pampino, trabajaor y honrao y agraecío como un perro… Después, llorando todavía, tornó a la faena, con el corazón ligero, con la risa en los labios, como si hubiese rejuvenecido veinte años en unos cuantos minutos, y, al empuñar el combo, le pareció que pesaba menos que una pluma.

 

Tomado de
«El Costino»
Víctor Domingo Silva, «Antología de Cuentos»
Editorial Zigzag. Edición 1957
Página 203.