Con el pseudónimo de Huelén, se escribe esta crónica el año 1948, en el diario El Tarapacá.
Hay en la naturaleza, en el hombre y en su obra algo superior a la hermosura, a la grandiosidad, a la belleza y majestad mismas de todo lo creado. Es el toque divino de la gracia. La palabra gracia expresa el atractivo de “ciertas” personas en sus acciones o fisonomía y por extensión a las cosas. Es el caso de Iquique, de la ciudad de Iquique.
Recostada junto a las playas de la gloriosa rada, se nos presenta Iquique llena de gracia y limpidez, rodeada como en un cálido abrazo de sus cerros tornasoles y de su mar luminoso.
Por las laderas de sus elevados cerros serpentea el ferrocarril, minúscula oruga repleta de ojos tan abiertos que contemplan el magnifico panorama que ofrece Iquique desde la altura al viajero asombrado.
Y ya en la cuidad apreciamos aún mejor aquella primera impresión que nos embelesara al llegar. Sus calles amplias las más limpias y despejadas, ornadas de residencias pulcras y blancas y sus barrios antiguos de calles graciosamente angostas en las que parece que el tiempo se ha dormido en el pasado, nos ofrecen una grata sensación de bienestar.
Iquique no tiene rascacielos ni enormes construcciones, ni descomunales monumentos. Iquique es pequeño de proporciones, a la vez amplio y pequeño. Nada nos oculta su cielo ni su mar ni sus montañas. Y por eso Iquique es gracioso, atrayente y de enorme simpatía. Si algo enorme tiene es eso: su simpatía acogedora. Lo enorme o desproporcionado carece de la gracia que se anida en lo pequeño. ¡Divina Compensación!
El Arcipreste de Hita celebra en también graciosos versos a la mujer pequeña, por lo pequeña graciosa:
Para mujer Pequeña no hay comparación:
terrenal paraíso y gran consolación,
recreo y alegría, placer y bendición,
mejor es en la prueba que en la salutación.
Y la ciudad pequeña tiene esa misma gracia y donaire que nos invade placenteramente a través de sus paseos, sus playas, sus calles y tal vez, ante todo, de sus gentes.
El recién llegado, desconocido todavía, pregunta a alguien, a cualquiera, cualquiera cosa. Y se le responde amablemente, con sonriente agrado e interés en serle útil. Los servicios públicos, los de transporte por ejemplo, son limpios, bien tenidos, atendidos con regularidad y buena voluntad. Un receptor de radio ameniza la jornada del pasajero. He entrado en un bar sólo en busca de fósforos y se me ha atendido de fina y agradable manera no menospreciando el monto ínfimo de mi compra como ocurre en otras partes.
En muchos hogares que tuve la suerte de frecuentar variadamente, encontré pulcritud, cuidados resabios de otros tiempos en los muebles, obras de arte, en el ambiente. Se respira respeto al pasado en aquel piano del otro siglo o en aquel mueble inglés antiguo o en un tapiz desteñido por el tiempo, pero bien conservado por el hombre.
El rico no ha desterrado el ambiente secular de su casa por aderezos rebuscados de líneas modernísimas y la mesa familiar es la misma reluciente y amplísima que fue de los abuelos, y el pobre muestra en la sencillez de su casita el respeto y el amor por su heredad.
El “Victoria” secular que ha desaparecido en casi todas las ciudades de Chile nos ofrece el encanto de un paseo por Cavancha a toldo abierto, a la vista deliciosa de sus plácidas playas. El auto no ha desterrado al cómodo coche que su dueño mantiene limpio y con su caballo sano y reposado. No es que Iquique no progrese, sino que progresa respetando el pasado, y los que respetan el pasado son dignos del porvenir.
La plaza de Iquique con su torre que acaricia las horas con una campana cristalina; su gratísimo Hotel Prat que no desentona en sus líneas modernas con sus vecindades; su Centro Español que es un refugio de arte y solaz para el espíritu en su bellísimo estilo morisco,(otra reverencia para el secular y noble pasado de la Madre Patria) y su espléndido Teatro Municipal digno del Iquique señorial, son atractivos entre tantos otros que dejan de la ciudad un recuerdo inolvidable y respetuoso.
Y ya desde lejos, abandonando Iquique que continúa su vida allá junto al mar, mientras nos remontamos en larga despedida de admiración ascendiendo por sus cerros, divisamos mar adentro, la boya que marca el mayor orgullo glorioso de nuestro Chile entero.
Huelén
El Tarapacá
7 Agosto 1948
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