En el organigrama de la escuela donde pasamos buena parte de nuestra infancia, no aparecía la figura del semanero. Menos la del portero o el de la señora que en un improvisado quiosco vendía golosionas. Ni pensar en el heladero que se paraba en la esquina. Era, el semanero invisible, pero higiénicamente necesario. Por el espejo retrovisor que nos lleva a la infancia, con calles de tierra, y escuela humildes y orgullosos que tuvieran número, empezamos a crecer. Sin duda que los recuerdos siempre nos hacen trampas. No siempre todo pasado fue mejor.

El semanero o semanera, tal como su nombre lo indica, era un cargo que duraba una semana y tenía que ver con el aseo de la sala, su adecuada presentación para fechas claves como el 21 de mayo, el 18 de septiembre y por cierto, el aniversario de la escuela. La almohadilla, hecha de género, aporte de alguna madre, tenía múltiples usos, el más común aparte de borrar la hermosa caligrafía de doña Gloria Lavanal, volar por los aires, en búsqueda del cuerpo de un distraído compañero. Este objeto tan necesario una vez que por su uso, dejaba de ser útil, en su exhumación, dejaba ver sus visceras compuestas de viejos calcetines, mangas de camisas y otras prendas.

El semanero, volvamos a esa figura, se tomaba el rol con la seriedad con la que nos miraba Bernardo O’Higgins desde ese cuadro que se repartía en todas las escuelas del país. El que no fue semanero o semanera no sabe de lo que escribo. Ignora quedarse en soledad en esa inmensa sala ordenando, echándole petróleo al piso, borrando el pizarrón pintado con esas tizas blancas duras como el palo de un chupete helado. Semanas que parecían eternas.

Una canción de Quelentaro nos habla de este personaje que fuimos todos: “Voy a viajar a la infancia/ Contrariando al calendario/ Voy a desganchar noviembre/ Que lo llevo pa mi escuelita/ y que semanero me voy florecido y lejano”. En nuestro curriculum debería aparecer ese oficio que subsidiaba al Estado.

 

Publicado en La Estrella de Iquique, el 6 de diciembre de 2020, página 11.