No hay palabra más tosca, útil y bella que calamorro. Nada sería del pampino sin esa prenda qué tarde, mal y nunca conoció el betún, pero si los secretos del desierto. El campesino que se vino enganchando a estas tierras, no conocía esta prenda. El andino, tampoco. Así como dejó el verde del sur por los diversos tonos café de nuestros cerros, hubo de dejar, por ahí, sus ojotas y calzarse esos zapatos con ese nombre largo y musical. Y que además rima con Chamorro según los versos de Jorge Inostrosa.
El calamorro era multiuso. Se transformaba, el domingo por la tarde en zapato de fútbol. No solo levantaba el improvisado y pesado balón, sino que también la chusca que impedía ver con claridad. Entre la chusca y el calamorro había una complicidad no fácil de entender. Un diálogo necesario y violento a vez.
El diccionario lo define como un zapato bajo y torpe y otro como una especie de bota con cordones para asirlo al cuerpo. No aparece, curiosamente, en el “Diccionario de Voces Nortinas” de Mario Bahamonde, pero sí en la novela “Caliche” de González Zenteno. La elegancia no era su atributo. Más allá de la definición, el calamorro era parte de la vida cotidiana. Aun es posible, en nuestra extensa pampa encontrar algunos que los expertos dirán si son de la guerra del Salitre o de nuestros pampinos que peregrinaban de oficina en oficina, buscando trabajo o bien camino a La Tirana. Es una especie de memoria petrificada que desafía el paso de los años y fruta jugosa para algunos coleccionistas. Las temperaturas extremas han reducido su tamaño, pero su espíritu se niega a abandonar ese cuerpo que deambuló por esos senderos donde empamparse siempre fue un riesgo.
Compuesto por las palabras cala y morro, además de cuatro vocales, la a y la o, calamorro, tiene el sonido de nuestra tierra. En nuestra ya lejana infancia, a los zapatos humildes, le decíamos, no sin burla, calamorros.
Fotografía de Rodrigo Orchard. Huantajaya, Tarapacá en el Mundo
Publicado en La Estrella de Iquique, el 11 de julio de 2021, página 11