Era lo más parecido a un arte de magia. Bastaba tirar un largo cordel, delgado, por cierto, para que lentamente se abrieran un par de improvisadas ventanas y el sol entrara.
Las piezas, altas por lo general, como eran del Iquique que ya no existe, se iluminaban. El día y su luminosidad se manejaban al antojo de quien movía esos cordeles que, a veces, estaban amarrados en el pie del catre.
También se le conoce con el nombre de tragaluz, para nosotros era y es, claraboya. Pero en algunas casas existían los famosos ojos de buey que cumplían casi la misma función. Aún quedan por ahí, resistiendo la picota de la indiferencia. Influencia poco advertida del mundo marinero. Somos puertos, no lo olvidemos.
En el mes de agosto había que tomar ciertos recaudos. La familia felina, a la voz del instinto, se apoderaba de los techos, generando bataholas, ruidos y gruñidos imposible de descifrar, aun para el más de los sabios competentes. No faltaba el animal desorientado que caía por la claraboya. La tranquilidad de la noche perdida en los tejados, se trasladaba a ras de piso. Los gatos, eran de otro tipo, se ausentaban de casa y se perdían por semanas. Magullados y derrotados regresaban.
Las claraboyas eran un acto de magia. Una invitación para que el dios Inti entre a casa, ilumine y entibie el hogar. Nuestros padres eran, a su modo, astrónomos, que basado en el ojímetro calculaban, proyectaban, construían y luego celebraban. Con serrucho en mano y atento a la radio emisora, gritaba los goles de Iquique del año 1965.
Una vez al año, arriba de una escalera había que limpiar los vidrios o bien el plástico. Una fotografía de esos años, con un dron que no existía, demostraría la variedad y cantidad de claraboya que se alzaban al cielo para capturar unos rayos de sol. Una nota literaria: a fines de los años 80 en Iquique, hubo una editorial que se llamó Claraboya, dejó entrar la luz de la poesía.
Publicado en La Estrella de Iquique el 5 diciembre de 2021, página 11
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