Era uno de los rituales más preciados de la infancia. Me remonto a la década de los años 60. Rumbo a la San Gerardo a prepararse para el día de la primera comunión, durante casi todo el año, una vez a la semana. Bajar el cerro, cruzar el puente e ingresar a la iglesia de madera. El mundo afuera bullía: el tren abriéndose paso, uno que otro camión, y por dentro, la procesión, la vida, pasión y muerte de Jesús, vivía en cada uno de nosotros, inocentes y temerosos. De vez en cuando, el silencio era alterado por los pasos en los techos, de algunas palomas, que el fin de semana iban a parar a la olla. Catequesis era la palabra. Disciplina la orden.
Una señorita cuyo nombre no recuerdo, no porque no quiera, nos preparaba. Rezar, persignarse, bajar la cabeza, guardar silencios. Caminar despacio, retirarse sin dar la espalda a las imágenes. En forma paralela, en casa, se organizaban para ese día. Gomina, zapatos lustrados, pañuelo. Y el ayuno, la prueba de fuego. No recuerdo a alguien que se desmayara.
El Colorado se llenaba de misticismo bajo la batuta de los curas canadienses. La fiesta de san Pedro era su contrario, un misticismo con baile y música. Cada familia elegía un padrino. El mío un taxista, don Guillermo Flores, el de bautizo, Salvador Patiño.
El ritual terminaba inmortalizado en una fotografía de fotos Rubens. Ahí, estoy de cuerpo entero, pantalones cortos, mirada inocente. De vez en cuando, acudo a ese papel, en riguroso blanco y negro. A veces me reconozco, otras no. El 8 era un día marcado por cierta solemnidad religiosa. Como buen feriado religioso el mundo parecía detenerse. Sabíamos por quien doblaban las campanas y las fronteras entre el bien y el mal, eran evidentes y abismales.
Luego a casa, a la calle, a la plaza, a la pelota. Al silabario, a la pichanga, al silbido del viejo Manuel. Al Iquique que empezaba a despertar con la industria pesquera.
Publicado en La Estrella de Iquique el 12 diciembre de 2021, página 11
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