Eran palabras que se usaban cuando esta ciudad funcionaba con otra lógica. Existía la palabra vecino, barrio, brillantina y longino, entre muchas otras. Las tiendas eran atendidas por su propios dueños, se compraba al lápiz, se elegían reinas durante todo el año y cada una de ellas tenía su bardo. Los carnavales alegraban el fin del verano con sus comparsas. Los viejo matarifes se transformaban en niños. El Ñatito Cortes con su sonora tropical jamás pensó que su nieto Edson nos iba a dar tantas alegrías.
Era una ciudad con más apodos que nombres: el guatón, el flaco, el loco, el chato, la chamaya, la lechuga. Los perros tenían nombres anglosajones: Terry, Bobby, y una que otra perra se llamó Laika en honor a ese animal que fue al espacio. Al parecer le sigue ladrando a la luna. Había una fábrica de cal y varias de ataúdes y un montón de maestro que arreglaban todo o casi todo. Don Luis Arquero tenía su mini-maestranza y al atardecer tocaba el violín. Era el sueño del proletario. El día para el trabajo de otros, la noche la música para él. En ese Iquique las noches eran un remanso de paz, sólo alterado por un entierro de bomberos.
Al estadio no iban los hinchas, iba la gallá. En grupo y hablando fuerte. El diccionario de la Rae quedaba en la casa. La cancha le abre las puertas a otras palabras. De palabra de grueso calibre se pasaba al wing. El lineman recibía en español el cariño de la gente.
Hay que imaginar un tropel de gallos en el gallinero. El bullicio en su máxima expresión, casi incontrolable. Y cuando se enfada surge la expresión: “La gallá está indigná”. Un curso del liceo quedó suspendido por esta frase. Entra la profesora de castellano y monta en cólera. Todo por un acento. Quien escribió olvidó el tilde en la letra a. No era la galla, era la gallá.
Publicado en La Estrella de Iquique el 26 de mayo de 2024.