Pasado el mes de julio el paisaje tarapaqueño cambia de colores. Y no es por capricho de maltratada naturaleza, sino por la devoción que en agosto se le brinda al santo. Banderas, banderines, trajes de los bailes, recuerdos entre tantas otras figuras se apoderan de calles, pasajes, vehículos. El que nace en este mes, el octavo del año, seguro que será bautizado con el nombre del santo heroico. La devoción al santo va en alza.

La banda sonora quiebra de modo armónico el silencio de la quebrada alterado por balas y cañonazos en la guerra del Salitre. A la entrada del pueblo se tributa a través de un monolito  la memoria de Eleuterio Ramírez. Su desigual y abandonada arquitectura recuerda la rica presencia peruana.

Varios tiempos y espacios conviven en esa estrecha quebrada: el sus primeros habitantes, los comienzos de la agricultura, la Conquista y Colonia, la guerra por el dominio del llamado “oro blanco”. Tiempos y espacios que se entrecruzan. La devoción por el santo crece. El ritual oficial y católico convive con la Rompía del Día, organizada por peregrinos autónomos bajo la batuta del Checo. Los bailes religiosos se visitan toda vez que se engalanan para presentarse al Lolo. Son cerca de 40 grupos que han estado todo el año preparándose. Muchos de ellos asistieron a La Tirana.

Si la China es la madre, el Lolo es el compadre. El que siempre está. Una mala fama, infundada, afirma que castiga con fuego. A la llegada de las tropas chilenas, Braulio Olavarría, nos dice que los lugareños ocultaron al santo, por temor a que fuera destruido o robado. Fue un santo clandestino.

La muerte de Lorenzo, el diácono, martirizado en una parrilla el 256 después de Cristo, se le suma a la de Tupac Amaru, a los cientos de hombres y mujeres en las matanzas obreras, en Pisagua,  a nuestra animita la Kenita, las niñas de Alto Hospicio entre otras. A pesar de lo anterior los peregrinos bautizaron a Tarapacá como “la quebrada del amor”.

Publicado en La Estrella de Iquique el 4 de agosto 2024