No hay palabra más grata que gratis. Tiene un sabor a dulzura aunque la supera. Está asociada a la infancia, época en que cualquier embeleco alcanza dimensiones casi extra-humanas. Los recortes de chumbeques por ejemplo. Manjar de los pobres que viajan de Iquique a Santiago. Obligado encargo. No es gratis pero es barato. Y de paso conecta al puerto con la capital.

Están aquellas que te dejan entrar gratis al cine. Doña Luzmira portera de la platea del cine Coliseo tenía esa generosidad grande como la pantalla misma. En esas tardes aprendí que no hay películas malas, sino unas más malas que otras.  “Siete tras un botín” es una de ellas. Otra con el nombre de Fu manchú. Cuando llegó el dólar  marcado el género cambió. El oeste ya no era el mismo. Ringo Wood era Giulano Gema, un italiano devenido en cow-boy.

Dos de esos cines se lo tragó el fuego. El Municipal estuvo a punto.  El Tarapacá fue una luz de esperanza, pero se apagó. Ni que hablar del Délfico, ese que tenía a gaviotas como banda sonora.

Entrar gratis era una especie de pasaporte. Un acto de buena voluntad. Una llave que abría todo tipo  de puertas. Era como abrir un tarro de durazno.

Pero había otros que “no dejaban pasar ni al viento. Era un señor de bigotes cuyo apodo era Lee Van Cleef, un tributo al malo del trío de Sergio Leone y música de Ennio Morricone. Pero en otro cine había un señor  que bajo cuerda cobraba para ver películas para mayores de 21. Django era para mayores de 21, e igual la vimos siendo adolescentes.

La gratuidad hoy día es un tema de agenda nacional, moviliza a la gente que busca una mejor vida y salud Pero siempre hay alguien que no deja pasar ni al viento.

Publicado en La Estrella de Iquique el 10 de noviembre de 2024