¿Alguien se puede imaginar una ciudad sin plaza? Lo anterior es casi imposible. La plaza es  el lugar del encuentro. El sitio de las relaciones, la vecindad que precisa y necesita de un lugar donde todos convergen. Durante el día es el lugar para los niños, de allí los columpios que van y vienen como la metáfora de la vida. En la tarde noche cuando la luna desplaza al sol, los adultos se dan citas. Se prometen amor eterno, ignorando que lo eternidad puede durar lo que canta un gallo.

Tiempos en que las plazas tenían serenos. Cuidaban que todo estuvieran limpio y en orden. Señores adultos que eran portadores de una autoridad que crecía día a día. La infancia me lleva a recordar la prestancia de don Camilo y la severidad de don Evaristo.

Hoy en día todos se quejan que hay gente que usa estos lugares para cometer incivilidades. O sea conductas que van en contra de “la moral y las buenas costumbres”. En otros tiempos era la comunidad organizada que se auto cuidaba. Desde los años 80 el tráfico y consumo de pasta base termina socavando el capital social del barrio. El hijo del vecino cae en la trampa. Tiempos modernos, los chinos consumían opio luego, aparece la cocaína. El opio tiene fronteras étnicas. La cocaína tiene fronteras de clases, es la droga que sólo algunos pueden consumir.

Los vecinos se tienen que desplazar. Les queda el club deportivo, el baile religioso, la iglesia evangélica. Instituciones que protegen y dan sentido a la vida. Hay plazas que no funcionan, se han vaciado de su función originaria.

Y lo peor no existe una política barrial estatal que tienda a mejorar estos entornos significativos. Para muchos la plaza fue un lugar intergeneracional. Había uno que afirmaba que era el mejor de todo. Con unos tragos, hacía sombra con algún rival. Pero, lo decía con humildad uno solo me ganó y era el Tani.

La plaza sintetizaba la diversidad popular. Desde el que vendía cachos, el mueblista, zapatero, soldador todos ellos se abrigaban en torno a la palabra vecino.