El carácter social de los iquiqueños se manifiesta en el mobiliario urbano de la ciudad. Por donde se transite se observan sede sociales de todo tipo. Las inmensas de fines del siglo XIX como la de las sociedades mutualistas, la de los clubes deportivos que arrancan con el siglo XX, la de los bailes religiosos y la de las juntas de vecinos y centros de madres. Casi fueron construidas por sus propios habitantes, con escaso apoyo del Estado. Son, organizaciones autónomas.
Lo anterior a colación de nuestra condición de ciudad sísmica. Siempre pensando en la previsión en tanto mitigación de efectos no deseados, se hace necesario que la llamada sociedad civil, entiéndase los barrios, con sus organizaciones ya señaladas más arriba, jueguen un rol más activo en la estrategia poscatástrofe. Habilitar estas sedes sociales con lo mínimo necesario: colchonetas, agua, alimentos, cocinas, etc, cuya administración esté a cargo de los dirigentes de base, ayudaría a descomprimir la gran demanda que se produciría una vez sucedido lo que nadie quiera que ocurra.
En los barrios existe un gran capital organizacional. Y lo peor que nos podría ocurrir es desconocer o invisibilizar esas capacidades. La Onemi, la Municipalidad, el Gobierno Regional, la Gobernación debería generar reuniones y protocolos para descentralizar la ayuda gubernamental. Hace falta entonces construir una cartografía urbana popular en la que se destaquen estos lugares de albergues. Habilitarlos con lo necesario y básico para las horas después de la catástrofe es urgente. A la vez, los vecinos organizados son los más indicados para hacer frente al pillaje, entre otras consecuencias no deseadas.
Uno de los capitales más preciados de los barrios populares, es sin duda alguna, su solidaridad. Un valor que a veces, parece dormido, pero que despierta a la hora señalada, a la hora en que la naturaleza, en este caso, nos sorprenda. Un modelo comunitario de prevención y de acción post, es algo que los sociólogos y otros profesionales del área sabemos hacer muy bien.