Alejo Reyes, alías Alex Rely

 

He aquí un campeón de Chile nacido y criado en el Perú: Alex  Rely. Y, sin embargo, nadie podrá discutir que ese magnífico mediopesado de estampa estatua­ria, de músculos fuertes y armoniosos, tenía todos los derechos a lucir con or­gullo el cinturón tricolor de los campeo­nes profesionales del box chileno de aquellos años lejanos. Porque habla venido de una tierra hermana y porque nacien­do en el extranjero, era un producto neto del boxeo chileno, de nuestros progresos pugilísticos de entonces, obra de un maes­tro chileno y con co­nocimientos aprendimos en nuestros rings. Porque cuando vino a Chile este peruano se llamaba Alejo Reyes y era marinero.

Había nacido en Pisco y a los quince años había embarcado en el vapor «Iquitos», que hacía el viaje de Panamá a Valparaíso. Una vez, cuando esta barco debía dirigirse a Europa, sufrió un contratiempo y se vió obligado a anclar en Iquique. Tenían un ring en el barco y el marinero Reyes había llamado la atención por la violencia de sus mampo­rros. De ahí que los hermanos Juan y Santiago Mosca, gran­des entusiastas iquiqueños que promoteaban entonces com­bates entre profesionales, hayan subido al «Iquitos» a ofre­cer a Reyes la posibilidad de una pelea en Iquique. La cues­tión sería para dentro de seis meses y el peruano, sacando sus cuentas, aceptó, Total, en seis meses podría aprender a boxear, ya que jamás había sostenido un combate en serio ni recibido una sola lección del difícil arte del Marqués de Queensberry.

Esa tarde quedó fijado el destino del recio mocetón moreno. Santiago Mosca, que había aprendido la ciencia del box sin maestro alguno, practicando los consejos del libro de Georges Carpentier, se propuso hacer de Alejo Reyes un real campeón: comenzó a enseñarle los secretos del ring y le acortó y le «inglesó» el nombre: Alex Rely.

Y tal como se lo habían prometido, Alex Rely debutó seis meses después frente al jamaiquino Jim Johnson, al que ganó por puntos. Poco después noqueó en un round a Raúl Ansel y bien pronto se quedó sin rivales de consideración. Le llevaron entornes un auténtico peso completo, diez kilos más pesado que él, un tal Zárate, campeón de Tarapacá. Sufrió su primera caída, ya que el tarapaqueño lo derrotó por fuera de combate, Rely se esmeró en continuar aprendiendo, consiguió la revancha con Zárate y se tomó lindo desquite: esta vez fué el moreno el que triunfó por K. O.

Iquique fue la patria deportiva de Alex Rely. Estuvo allí tres años peleando y allí aprendió todo lo que precisaba para triunfar después en los rings de Sudamérica. Venció a Duque Rodríguez, Manuel Bastías, Lazo, Gumboath Smith, etc. Y en 1921 fué a Valparaíso y se cotejó con el campeón chileno de todos los pesos. Quintín Romero, al que derrotó por puntos. En la revancha se falló en empate y más tarde, en Santiago, se efectuó una selección de pesos  pesados en la que intervinieron, entre otros, Romero, Rely, Sepúlveda y Clemente Saavedra. Finalistas, Romero y Rely volvieron a empatar, esta vez en quince rounds. Se tomó entonces una muy justa decisión: Romero conservaba su título de campeón de todos los pesos y Alex Rely, que pesaba menos de 80 ki­los se ganaba el cinturón de los medio-pesados. Cierto era que Rely no había nacido en Chile, que era peruano, pero el reglamento lo favorecía: un pugilista extranjero con más de tres años de residencia en el país, podía ser campeón de Chile.

De ahí en adelante, Rely ensanchó sus horizontes y los aficionados chilenos lo perdieron de vista. Anduvo en Buenos Aires y Montevideo el año 22 y le ganó a Galtieri, Bornetto, Sotelo, Cantactore y Reverberi. El 23, de regreso a Lima, recibió una oferta para ir a Inglaterra, pero prefirió continuar en Sudamérica, donde todavía tenía un am­plio campo que explotar. En Lima, venció a Kid Moro, Ale­jandro Trías, Bercat Rei y Jim Bri. Luego fué a Guayaquil y al año siguiente se dirigió a Buenos Aires, ansioso de conquistar el título de campeón sudamericano de peso medio-pesado, Venció en la capital del Plata al chileno Johnson González y al uruguayo Alejandro Trías y consiguió el ansiado cinturón. Hacia, siete años que peleaba y había lle­gado a la cúspide de sus condiciones. Entonces creyó que era el momento de abrirse paso en los Estados Unidos.

Pero allá las cosas cambiaron. En esos años existían en Norteamérica, mediopesados formidables, de ciencia y potencia extraordinarias y Rely tuvo también que luchar con factores de aclimatación y de estilo. De nueve peleas que hizo en Norteamérica apenas si ganó las tres últimas. Volvió a su tierra, venció al «Burro» Icochea en Lima, al belga Jack Etienne en Buenos Aires, perdió frente a Kid Charol y a fines del 27, se dirigió por última vez a la capital argentina, en busca, sin saberlo, de su doloroso y trágico destino.

Rely tenía treinta años, pero era aún fuerte y elás­tico. Su físico, verdadera estatua de ébano, no parecía resentido por el duro trajín de diez años de boxeo. Se le veía lleno de optimismo y de proyectos y nadie soñaba siquiera que ya los golpes recibidos en la cabeza, en esos rudos y batallados diez años de ring, habían trabajado silenciosamente minando su resistencia. Fué su encuentro con el italiano Michele Bonaglia su último combate y el final dramático de una vida deportiva magnifica. Habían pasado ya tres rounds y Rely, con ventajas en el puntaje, parecía desempeñarse como siempre, más tranquilo que otras veces, más seguro de sus medios. Fué entonces cuan­do recibió ese uppercut soberbio bajo el mentón, como un guadañazo feroz de la fatalidad. Se fue de espaldas y azotó la nuca contra el borde del entarimado. Al incorporarse, se dió cuenta de que no veía bien, que una nube empañaba la visual, antes perfecta. Bonaglia, sin conocer el estado de su rival, castigaba dura y continuamente. Hasta que llegó ese octavo round, el último de la carrera del campeón, trá­gico y sorpresivo, Ya sólo veía sombras el pobre y glorioso negro y, sin darse cuenta, equivocando el rival, embistió con­tra el referee… Rely había sufrido el desprendimiento de la retina en ambos ojos. Atendido en una clínica bonaerense mejoró algo, pero aquello fué pasajero. La ceguera completa vino más tarde y el pobre moreno tuvo que ganarse la vida vendiendo tarjetas en los campos deportivos limeños.

Ticiano

Tomado de Revista Estadio

29 de mayo de 1948, página 31