Llegaba con su bicicleta de color negro, a esa hora en que las tardes le abren la puerta a la noche iquiqueña. Cuando el palo poste de la esquina lentamente empezaba con su amarillento foco a iluminar lo que sería la noche con estrellas o sin ellas. Al lado don Lucho Arqueros tocaba el violín.

Antes que tocara el vidrio de la mampara, le abría la puerta. Me bastaba ver su figura alta y su rostro serio para avisar al resto de la familia de su presencia.  Mi tía salía a su encuentro. Y yo, aprovechándome de las circunstancias, me deslizaba hacia la Plaza Arica. No recuerdo cuando tiempo duró ese acuerdo tácito entre el  que sería mi tío y yo (Nunca nadie le dijo tío, bastaba decirle Amador y ya). Su bicicleta aún se desplaza por esas calles de la infancia con uno que otro auto. Tardó un par de meses en instalarse en el living de la casa para acompañar a mi padre a escuchar los partidos del Colo-Colo y a  beber un vaso de vino tinto.

Amador era su primer nombre y Robespierre el segundo. Una mezcla de amor y de lucha. Y como el revolucionario francés incorruptible y con una buena dosis de porfiadez. De hablar pausado, se oponía todo lo que él creía era incorrecto. Hombre de izquierda. Y como los de antes, esos que usaban gomina y que militaban en el anticlericalismo. Escéptico a más no poder, pero creía en la bondad del ser humano. Era y a su modo, un ilustrado de izquierda.  Además de tanguero. En esa condición fue presidente del club de tango “Alfredo de Angelis”. Una buena colección de vinilos entre lo que destacaban las voces porteñas del tango y del folklore  argentino, eran su preciado tesoro del cual me beneficié más de una vez.  En lo que duró la dictadura mantuvo en el living de su casa, casi como desafío, la foto del Quilapayún con Luis Advis, de la obra “Santa María de Iquique”.

Amador, nombre italiano que deriva de Amadeus, fue un hombre de aquellos que no pasó inadvertido. Motorista en tiempo del boom de la pesca de la anchoveta, supo de las frías noches y de los peligros de ese oficio. Fue heroico al tratar de salvar a sus compañeros en esos accidentes que se producían en las bodegas de los barcos por la inhalación de gas que desprendía el pescado descompuesto. Trabajó en la Coloso. No se sabe quien lo bautizó como “Príncipe Idiota”. Su genio una vez más. Pero su estilo le valió el apodo nobiliario. Era de blanco o negro, los grises no entraban en su abanico de colores. Caminaba lento como pensando en lo que tenía que hacer. Prolijo hasta decir basta, se demoraba más de lo que aconsejaba el calendario para terminar sus tareas. Pero a la hora de los afectos era puntual. Como lo dijo un sobrino en la mañana de su adiós, le gustaba conversar. Pensaba las palabras letra a letra. Le gustaba el silencio. “Parece biblioteca esta calle” decía su vecino del frente. Es que Amador se convirtió en el sereno de una calle y de un barrio bullicioso. Genio y figura, Amador Robespierre Córdova Prudencio, se opuso a la muerte hasta el último segundo de su brava existencia.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 3 de abril de 2011. Página A-9