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Son tantos nuestros muertos que parecen no caber en la memoria. Los lloramos a mares en su velorio y funeral, pero luego viene, paso a paso, el olvido. Insisten sus deudos en ofrendarles un «aquí estoy», en forma de un ramo de flores. ¿A qué viene lo anterior? Me escribe una amiga que afirma, y con justa razón, que han pasado nueve años de la muerte del Dr. Reyno, y ninguna calle lleva su nombre. Al nombre del médico habría que agergar el de otros ilustres como Antonio Prieto, Juan Francia, el oculista, Waldemar Delucchi, y tantos otros.

Mala idea, agrega otro amigo, fue aquella de trasladar los restos de Patricio Rojas, muerto el 21 de diciembre, a ese mausoleo de pino oregón a la entrada del cementerio 1. Argumenta, no hay como ponerle flores. Me gustaba ese aire, casi de clandestinidad, con la que Walter Milicay nos enseñaba el lugar donde descansaba Rojas. Entonces le poníamos un clavel rojo.

Otro amigo me comentaba que el mausoleo de los masones de la logia Pioneer casi en el suelo, por los terremotos, construcción de los ingleses que al irse de la ciudad por la crisis del salitre quedó semi-abandonado, costará mucho levantarlo. No hay deudos en la ciudad. Habrá que escribirle a la masonería inglesa para que restaure y de paso le de cobijo a Francisco Bilbao, en forma definitiva. Pero hay muertos que le han ganado al olvido. Murió el año 1959, y vive entre varias generaciones de la plaza Arica como si nunca se hubiera ido. Se trata de don Santiago White Belardi. Crucianos hasta la médula. Nuestra escuela de básquetbol lleva su nombre. Las generaciones jóvenes pronuncian su nombre con respeto ancestral.

Hay que agitar las banderas de la memoria para evitar que el olvido nos gane. Los iquiqueños siempre hemos superado a la desmemoria. ¿O será que la iquiqueñada de antes, que usaba gomina, era más solemne y respetuosa de sus muertos?

Publicado en La Estrella de Iquique, el 11 de mayo de 2014, página 16