En mi casa en un rincón destacado del living y sobre un mueble donde estaba la radio y el tocadiscos, mi padre dispuso los banderines de Colo-Colo, de Iquique, de Iquitados y de Olimpo. Eran, por cierto sus clubes preferidos. Pero uno más que otros. Por cierto que el del cacique ocupaba un lugar de privilegio tanto como el de Iquique. Luego venía el de Olimpo y al final el de Iquitados. Ambas instituciones desaparecidas. En la misma sala y a veces en el comedor, se instalaban gobelinos. Jehan Gobelins su creador en el siglo XV, los hizo famosos. A Iquique llegaron por el puerto libre de Arica. Popular era aquel de los tres gatos jugando al billar. Por la Zofri arribó el famoso cuadro del niño que aparece llorando. La gente sin decir agua va, manifestó que era el Anticristo.
En el fútbol su ritual más destacado lo constituye el intercambio de estos objetos. El banderín es un texto narrativo e iconográfico que cuenta la historia de la institución. A falta de actas, bienvenido es este objeto. Posee los colores que lo identifica. Un escudo al que se pone el nombre de la institución y la fecha de su fundación. Las estrellas señalan los torneos obtenidos. El de Peñarol parece un cielo estrellado.
El banderín fue por mucho tiempo el objeto casi universal del mundo del deporte. Clubes con más recursos, confeccionaban insignias de metal que se ponían en el ojal del vestón, paltó o paletó. El estandarte era, por cierto, la carta de presentación más visible y elegante. Acompañaba al socio fallecido o bien se portaba en los desfiles de inauguración de eventos deportivos. Se cuida como hueso santo. Los mutualistas y otras organizaciones, aparte de las deportivas, las usan de un modo profuso. De allí surge la figura del portaestandarte. Un señor o señora, por lo general de rostro serio. Busco afabosamente banderines de nuestros clubes de Iquique. Una buena manera de reconstruir la memoria visual de la tierra de campeones.
Publicado en La Estrella de Iquique el 18 de mayo de 2014, página 16.