Más allá de su excelente presentación en Londres 2012, Tomás González ha provocado un fenómeno extra-deportivo. Su puesta en escena, caracterizado por su sobriedad, elegancia y sencillez (algo que no se ve en el fútbol), nos ha cautivado. Pero sin duda alguna sus bigotes se han convertido en una marca registrada, que amenaza ser una moda.

Desde los clásicos bigotes de Clark Gable, hasta los usados por los latinoamericanos como Jorge Negrete, Leo Marini, Ron Damón, y por cierto Cantinflas (hasta sus bigotes eran singulares), esta forma de llenar y embellecer el rostro, parecían ir en desuso. Pero Tomás, el gimnasta que se hizo solo, los elevó a la categoría de amuleto.

Llevar bigotes estuvo por mucho tiempo asociado a las clases populares. Su uso era de los maestros, de los peluqueros, de los garzones. Salvador Allende (“Bigote blanco”, les decían los golpistas) y Pedro Aguirre Cerda los instalaron en la Moneda, mi tío Jaime Pol también. Arrocet, el cómico, lo utilizó como su nombre de pila. Para los hermanos Palestro era parte de su personalidad. Nada raro que ahora nuestros políticos, aparezcan con bigotes, para ver si pueden rentabilizar la buena fama de nuestro mejor gimnasta de la historia patria. Candidatos a concejales y a alcaldes, sin duda que se dejarán crecer esos pelos bajo sus narices y de paso, usaran el deporte como plataforma de promesas casi nunca cumplidas. Bigotearse es una forma verbal poco ético.

Si en los años 40 todos querían ser como Arturo Godoy, o como el Chino Ríos, en los 90, hoy la figura de González, frágil pero segura, aparecerá en los spots de alimentos saludables, y las ventas de camisetas sin mangas, esas que usaba mi padre, se volverán a vender, espero en el Bazar Obrero.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 12 de agosto de 2012, página 25