Formaban parte de la invisible maleta con la que llegábamos a la playa. Maleta liviana por cierto. No se usaban bloqueadores y menos “toballas”. La mayoría a pie pelado, sorteando lo pedregoso de lo que pomposamente llamábamos veredas. Muchos caminaban a pie pelado.

Patota de niños, flacos y quemados por el sol que con alegría hacían rodar una cámara, pieza fundamental para desafiar el mar con sus olas y sus caprichos. Las había de todos los portes. Las más humildes eran de motonetas que gozaban de escaso prestigio destinada a los más pequeños. Y luego variaban en tamaño. Mientras más grandes, el peligro era mayor, ya que el pituto por su longitud, amenazaba con herir la espalda, pecho o piernas del bañista. Sobre ella la muchachada intrépida.

La gracia no era flotar tranquilamente. La tarea era desafiar la ola, enfrentarla cual Titanic y salir expulsado y caer sobre esas aguas benditas de Cavancha. El naufragio era provisorio. Algún herido, un muerto jamás. El juego era colectivo.

Si la llegada a la playa con la cámara rodando era casi una fiesta, el regreso no lo era. El hambre y el cansancio pasaban la cuenta. No faltaba el buen vecino, que vivía cerca de Cavancha, que se ofrecía a guardarla. El retorno de Cavancha a la plaza Arica, por la calle Juan Martínez, el viaje exigía tomar agua o bien refrescarse el cuerpo. Siempre existía la vecina piadosa y generosa que te manguereaba.

Las cámaras han desaparecido. Su lugar ha sido ocupado por jóvenes con trajes negros que acompañan las olas. Incluso les han puesto nombre a éstas. Realizan torneos y tienen campeones del mundo. Las balsas de lobos marinos, las cámaras y ahora las tablas de surf, constituyen el triángulo y una forma de domesticar lo que nunca se ha de lograr. Entre ellos, el bote con nombre de mujer o del santo patrono, convive con lobos marinos y guajaches. Las cámaras de la infancia se han desinflado.

Publicado en La Estrella de Iquique el 28 de noviembre de 2021, página 11