La cambucha era la hermana pobre del volantín. Septiembre mes de vientos de todo tipo, nos invitaba a la aventura de elevar al cielo esos papeles con colores patrios que desafiaban a palomas y gorriones. Los chinos, por cierto, inventaron esos pájaros de papel.

Tener un volantin era ya un bien apetecible. Resultado de un arduo y prolijo trabajo de ensamblaje entre cañas, cola de pegar y papel de colores, tirantes en perfecto equilibrio y una cola ni tan pesada ni tan liviana, nos convertían en amo de ese pedazo de cielo del barrio, de la playa, de la fábrica de cal o del barranco. “Ir a elevar volantines” era la frase, el santo y seña de una infancia que ni siquiera imaginaba que se iba a llegar a la luna, y menos en asaltar el cielo.

Poseer un inmenso volantín era gozar de un prestigio, una jerarquía en el barrio solo igualable a ser hijo de un profesor o de un campeón de Chile.  Había quienes hacían pelear a esos intrusos papeles. Enviarlo a las pailas, era su destino. El hilo curado, una maldición. Otros se elevaban con solvencia y elegancia y solitariamente se mecían gracias a la primavera.

La cambucha era para el resto y se definía en forma elegante como una pequeña cometa.

A falta de elegantes volantines, aparecía como sucedáneo la cambucha. Humilde como quiltro o gato de mercado, se confeccionaba con papel de diario. Leído El Tarapacá, sus hojas en blanco y negro, levantaba el vuelo, sujetos con un hilo negro seguramente comprado en una botonería en el centro de esa ciudad que, creiamos, nos pertenecía. Tenía el vuelo corto, pero la esperanza larga. Detrás de la cambucha siempre había un niño de pantalones cortos.

En el Colorado, un señor a quien se le apodó Marco Polo era el juguetero del sector. Proveía a precios razonables trompos, cajetillas, monas, etc.  Con la Zofri,  llegaron de Taiwan  y eran cometas  de plástico. La magia y la inocencia dejaron de existir.  Nunca supimos cuando murió Marco Polo.

 

Publicado en La Estrella de Iquique, el 20 de septiembre de 2020, página 11