Un crespón negro en las banderas de san Lorenzo. Ha muerto su caporal. Ha dicho basta. Dio las últimas instrucciones, hizo sonar el pito y cerró sus ojos. Sergio Sanginés Espinoza, el vecino, el checho, el chino, ha dejado el silbato a su hijo.

Las fiestas religiosas como la del Lolo, con sus bailes religiosos en la plaza o en la iglesia, no se pueden entender sin esa figura que se convierte en autoridad ritual. Cargo que se obtiene gracias al carisma, la disciplina, el orden, y sobre todo a una forma de ejercer el poder, basado en la distinción, en la forma de bailar.

Los Sanginéz llegaron por allá en los años 60 a la calle Bolivar, en la plaza Arica. Su padre zapatero y su madre Eusebia, dueña de casa,  no tardaron en ganarse la simpatía del barrio. Amables, su casa fue el refugio de cuantos tuvieron necesidad de una taza de te, un plato de comida o un lugar para echar los huesos.

Un caporal no se hace solo. Tuvo la escuela y qué tremenda escuela de Omar Barreda y de Domingo Ormeño, y los tres a la vez, constituyeron un tridente que acompañados de los Wiracochas, danzaban como si fuera la última mudanza.

A Sergio Sanginez le basta la miraba para imponer el orden en su baile, para ordenar las dos inmensas fllas que cada fiesta crecían más. Al lado de sus hijos, cuales escuderos, siguiendo sus pasos de caporal.

Se le miraba y admiraba. En la noche, el pueblo se iluminaba con las luces de colores de las máscaras. La quebrada volvía a florecer como en sus mejores tiempos.  Así como existe la diablada del Goyo, existe la de Sanginez, la primera de San Lorenzo. Ya no lo veremos más danzando. Tarea para sus hijos y nietos, continuar el legado de su padre: el chino, el amigo, el vecino, el taxista, el hijo del zapatero, el esposo de la Maggie.

Publicado en La Estrella de Iquique el 27 de marzo de 2022, página 11.