1916-1988

Datos Personales

Carlos León falleció en Valparaíso en septiembre de 1988. En el homenaje que le dedicó el diario «El Mercurio» de esa ciudad se incluyó una «autobiografía» escrita en tercera persona. Es decir, como se señala en e periódico «Carlos León nos habla de la vida y obra de … Carlos León». Incluimos a continuación esa autobiografía.

Nace el dos de junio de mil novecientos dieciséis en el puerto de Coquimbo. Sus padres se llamaban Eduardo León Bravo y Clara Alvarado Carvajal. Inicia sus estudios primarios en las escuelas llamadas del Mirador de Ovalle, en la del Carmen de Santiago y los termina en la escuela anexa del Liceo de Iquique. Los estudios de humanidades los hizo en Valparaíso y los termina en la ciudad de Valdivia.

Obtiene su titulo de bachiller en el Liceo de Concepción el año mil novecientos treinta y cinco. Dos años más tarde, después de haber realizado labores diversas, se matrícula en el primer año de Derecho de la Universidad de Concepción. Prosigue sus estudios en el Curso Fiscal de Leyes de Valparaíso, obteniendo el título de abogado en la Universidad de Chile de Santiago.

Se casa con Elena Pezoa Eyzaguirre, la que le da dos hijos: Carlos Héctor y Jaime Renán.

El año mil novecientos cuarenta se incorpora a la Caja de Previsión de Empleados Particulares en calidad de procurador, donde jubila como abogado.

El año mil novecientos cincuenta y cuatro escribe un libro denominado «Sobrino Unico», editado por la Editorial Universitaria de Santiago, con un prólogo brillante de don Roque Esteban Carpa. El libro que tuvo una generosa aceptación por la crítica se agotó rápidamente. Publica el año mil novecientos cincuenta y seis «Las Viejas Amistades», en la Editorial del Pacífico SA, libro que sigue la misma suerte del primero. Al año siguiente es invitado por la Universidad de Concepción a un encuentro de escritores realizado en Chillán y posteriormente a reuniones similares. en las ciudades de La Serena, Antofagasta y Arica.

Después de un prolongado silencio, el año mil novecientos sesenta y cuatro publica la novela «Sueldo Vital», en las prensas de la Editorial Zig-Zag, libro que también fue tratado con extraordinaria generosidad por la crítica, agotándose rápidamente. Al año siguiente, la misma empresa publica en un solo tomo «Sobrino Unico», «Las viejas amistades» y «Sueldo Vital».

En la revista «Cuadernos Hispanoamericanos» 91-92 se publica una generosa reseña de los libros del suscrito por don Juan Antonio Liaño Huidobro. Debe considerarse que la mencionada publicación fue fundada por Pedro Laín Entralgo.

El año mil novecientos setenta y uno lleva de Valparaíso los originales de su libro «Retrato Hablado» a la Empresa Editora Zig-Zag, pero si los funcionarios que lo habían atendido antes permanecían incólumes, la empresa citada había desaparecido dando nacimiento a una nueva editorial llamada «Quimantú». El Señor Palumbo que le había editado los libros anteriores expresó que sólo se trataba de un cambio de nombre, pero que su política editorial era la misma. El señor Jorge Barros, transitoriamente a cargo de la publicación, le prometió una bonita edición. Ese mismo año se publicó «Retrato Hablado» en una edición barata, con una diagramación totalmente inadecuada, lo que no era imputable a Jorge Barros, pues al poco tiempo de hablar con su autor se retiró de la empresa citada. El año mil novecientos setenta la Editorial Bruguera de Barcelona publicó una antología del cuento chileno a cargo de don José Minguez Sender en la que aparece un relato del infraescrito llamado «Cortesía», precedido de un ensayo breve del autor de la antología citada acerca de «Las Viejas Amistades» que concluye: «serie de relatos magistrales en que la anécdota humana desaparece en el contexto de una situación dada, de la que los tipos son a la vez víctima y agentes activos develadores del misterio de lo humano captado por este escritor con un respeto absoluto y casi con una devoción bien poco común en la literatura de este siglo».

El siete de junio de mil novecientos sesenta y seis la radio llamada «La Voz de los Estados Unidos de América» en su sección «Estante de libros» división latinoamericana, dedica un generoso y extenso comentario al libro de Zig-Zag que contiene «Sobrino Unico», «Las Viejas Amistades» y «Sueldo Vital».

En el mil novecientos setenta y uno la Editorial Bruguera publica, con un extenso estudio crítico del doctor Minguez Sender, en la edición «El Libro Clásico» y en un solo tomo, «Sobrino Unico», «Las Viejas Amistades», «Sueldo Vital» y «Retrato Hablado».

El día diecinueve de octubre del mil novecientos setenta y dos el Departamento del Area de Humanidades del Instituto Pedagógico de Valparaíso| rinde homenaje al escritor a través de un hermoso y extenso discurso del profesor Norman Cortés L., publicado en la «Nueva Revista del Pacífico», primer trimestre del mil novecientos setenta y seis (páginas 11-26). En mil novecientos setenta y siete la Editorial Universitaria de Valparaíso publica el libro «Algunos Días», acogido favorablemente por la crítica nacional. En mil novecientos setenta y nueve publica «Hombres de Palabra» en la misma editorial, con análoga suerte. Los dos último inteligentemente diagramados por Allan Browne.

En mil novecientos ochenta la Academia Chilena de la Lengua lo llevó a su seno como miembro correspondiente.

Ese mismo año se le otorga el Premio de Literatura «Joaquín Edwards Bello».

El año siguiente la imprenta Edeval de la Escuela de Derecho de Valparaíso le publica la novela «Todavía», recibida en forma generosa por la crítica y por el público. Ese mismo año se publica una segunda edición de la novela citada, diagramada también por Allan Browne, en la editorial Pomaire.

Publica el año mil novecientos ochenta y cuatro un libro de crónicas llamado «El Hombre de Playa Ancha» en la Editorial Meridiana de Valparaíso, con hermosas fotografías del Puerto y una original y hábil diagramación de Allan Browne.

Prepara, sin apuro, un libro que se llama provisionalmente «Memoria de un Sonámbulo» y otro de cuentos, llamado provisionalmente también «Regresa a Casa».

‘Fragmentos de Todavía’

De pronto nos sorprendió el carnaval en Iquique. Dicha festividad e soca seria. Se derogan los hábitos tradicionales y hasta le legislación penal. Para muchos constituyen una válvula de escape de los malos instintos, tornándose a ratos la festividad en una guerra de todos contra todos.

Se usaban desde los delicados lazos de amor, una especie de sucinto vestido confeccionado con papeles de sedas finísimos, importados, de brillantes y bellos colores, con que se cubría a la elegida, hasta llegar a la harina y el hollín, sin excluir las serpentinas y los papeles picados.

No faltaban tampoco unos infernales globitos llenos de agua, inflados hasta adquirir el tamaño de un huevo de pava. Se llenaban mediante implementos de uso íntimo.

Los primeros se empleaban en los bailes de gala, celebrados en el Teatro Municipal o en otro lugar parecido; los demás, en todas partes, particularmente en las calles y en las plazas.

El primer día, como a las once de la mañana, comenzaba el bombardeo. La guerra era principalmente entre sexos.

Comparsas de muchachas solamente con un vestido sobre el traje de baño, afinaban la puntería, lanzando a los transeúntes los globitos mencionados.

Las calles semejaban mesas de pimpón multitudinarias, entrecruzándose los proyectiles de diversos colores.

Los varones usábamos un sucinto traje de baño.

De pronto, aparecen las comparsas, desfilaban pierrots, hindúes, bayaderas, apaches, y especialmente gitanos. Las primeras eras mixtas y, por añadidura, disparaban indiscriminadamente contra todo el mundo.

La comparsa más común, era la formada por los gitanos. Para los varones bastaba un pantalón oscuro, una camisa blanca y un pañuelo colocado en la cabeza, a manera de gorro. Las muchachas usaban una falda anchísima, de colores chillones y el cabello suelto sobre los hombros.

Generalmente las comparsas se formaban por barrios.

La del Morro, el mío, era bastante extensa. En una de ellas vi una vez, a la cola del desfile. una bellísima prostituta, acompañado de un funcionario de la Caja de Ahorros, tomados del brazo, casi cayéndose de puro borrachos, penetrados, sin embargo, de una alegría demoníaca y gritando como condenados.

Por la noche, tanto en el paseo de Cavancha como en las plazas de la ciudad, se jugaba a la chaya. Los de mala índole mezclaban el papel picado multicolor con aserrín pintado y los deslizaban por los escotes de las muchachas. Este singular confetti producía tal picazón que las afectadas, aparte de rascarse con frenesí, iniciaban movimientos de un orden casi pentecostal, concluyendo imponentes por regresar a sus casas para rascarse a gusto, tomar una ducha y cubrirse de polvos talcos. Cambiando de ropa, se incorporaban de nuevo a la batahola.

Por la noche, operaban la harina y el hollín.

El batifondo era indispensable. El último día, las cosas pasaban de castaño a oscuro. No bastaban ya los elementos descritos.

Con tiestos de todos los tamaños y usos se empapaba hasta a los viejos. No faltaban tampoco las mangueras con los cuales se irrigaba a los transeúntes, hasta dejarlos convertidos en espantapájaros.

Un señor de Apellido Contador, conocido en la ciudad por las estruendosas carcajadas emitidas en la parte más dramática de las películas serias, hombre de imaginación fértil, acumuló al lado de la pileta en la Plaza Prat una considerable cantidad de tiestos.

Desde su puesto de combate corría, como gamo, artefacto en ristre y descargaba el agua sobre el paseante más cercano, acompañando su gracia con estrepitosas risotadas.

Otras notas de Iquique en Todavía.

«Cerca de la Recova, al lado de la librería de don Jacobo Leví, en la paquetería de un turco de ojos redondos e inocentes, cumplí mi propósito» (León 1989: 19).

«En un ángulo del patio estaba el cuarto de baño, vestido con un artefacto gigantesco, con dos llaves: una para el agua dulce, la otra para la salada.

Dada la naturaleza del clima, nadie se bañaba con agua caliente (León 1989: 25)

«Como los tejados, en Iquique, eran planos, debido a la carencia de lluvias, nos desplazábamos por ellos como si fueran verdaderos bulevares» (León 1989: 31).

«Sin embargo, no podíamos sentarnos, pues los techos de Iquique, planos, estavan cubiertos de conchuelas calcinadas que cortaban como cuchillos, por lo que no convenían pisarlas» (León 1989: 38).

«Ese sistema pretendía impermeabilizar las casas, en caso de lluvia» (León 1989: 39).

«A todo esto el cielo de Iquique se había constelado de volantines, pavos, bolas, estrellas cometas, que mostraban, en alegre conjunción, todos los colores del espectro. Entre los primeros predominaban los pechugas, banderas chilenas, dominós, etc (León 1989: 40).

«Asentado su prestigio, empezó a relatar algunas aventuras que había corrido en su barrio El Colorado, famoso por constituir un nido de contrabandistas y de gente de avería (León 1989: 53).

«Convenía sentarse en el centro de la platea. Era el lugar más seguro, pues desde la galería, tan pronto se apagaban la luces, una lluvia de proyectiles caía sobre los espectadores: trozos de empanadas, pedazos de pan, cáscaras de maní, mientrasse dejaban oir chirigotas, apodos pertenecientes a los de platea, carcajadas estrepitosas y ruidos ordinarios que hacían reír a la galería en forma estentórea. No pocas voces se escuchaban gruñidos y ladridos de perros (León 1989: 57).

«No obstante, todo eso formaba también, parte de la función. Cuando llegaba la pianista se formaba una algarabía espectacular (León 1989: 58).

«De pronto nos sorprendió el carnaval en Iquique. Dicha festividad es cosa seria. Se derogan los hábitos tradicionales y hasta la legislación penal. Para muchos constituye una válvula de escape de los malos instintos, tornándose a ratos la festividad en una guerra de todos contra todos» (León 1989: 64).

«Generalmente, las comparsas se formaban por barrios.

La del Morro, el mío, era bastante extensa. En una de ellas vi una vez, a la cola del desfile, una bellísima prostituta, acompañada de un funcionario de la Caja de Ahorros, tomados de brazo, casi cayéndose de puros borrachos, penetrados, sin embargo, de una alegría demoníaca y gritando como condenados.

«Por la noche tanto en el paseo de cavancha como en las plazas de la ciudad, se jugaba a la chaya. Los de mala índole mezclaban el papel picado multicolor con aserrín pintado y lo deslizaban por los escotes de las muchachas. Este singular confetti producía tal picazón que las afectadas, aparte de rascarse con frenesí, iniciaban movimientos de un orden casi pentecostal, concluyendo impotentes por regresar a sus casas para rascarse a gusto, tomar una ducha y cubrirse de polvos talcos (León 1989: 65).

«Mi amigo vivía en la calle Baquedano, a media cuadra del monumento a Prat, un tanto retirado del centro. No me atreví a salir a pie. Llamé un taxi. La calle Tarapacá y la calle Vivar, a las que me hice conducir, habían envejecido como yo. Semejaban a cualquier calle de Chile, pues habían sido invadidas por negocios funcionales, exhornados con esas cacatúas metálicas y estrepitosas que existen en todas las ciudades del país y que abruman los oídos con sus insípidas melodías y baladas cantadas en inglés, por hombres con voces de mujeres y por mujeres con voces de hombres (León 1989: 107).

«En el barrio no queda ya nadie: algunos fallecieron, otros emigraron para la época de la crisis. Se crearon ollas del pobre y hasta gente amiga nuestra no tenía que comer» (León 1989: 110).

«En el principio fueron una calle, una calle íntima y alegre, como un cumpleaños, tan viva ahora, como entonces, ñiña todavía, tenía ocho años, igual que yo (las calles y las ciudades tienen la misma edad que uno) cuando la conocí y fue creciendo junto a mí, hasta tornarse adolescente y nupcial; carnavales enloquecidos con muchachas ceñidas por el agua que moldeaba sus formas prisioneras; la Pampa y su interminable sueño de piedra, velado, eternamente, por una redonda candela de plata; los cementerios ingleses, similares a pequeños jardines, con grandes flores de porcelana; arenas que despedían murmurando al crepúsculo; mis padres y sus inocentes alegrías pequeñas; tía Enriqueta, cuidándonos como una loba; Susana, ángel de la escultura, que cariciaba cadenciosa, las calles con sus pies diminutos y su rostro infinito; y Carmen, dorada como una espiga madura, dulce al sabor, tal un panal, suave fucsia al tacto, oliendo a lavanda y a primavera» (León 1989: 121).

«Cerca de la Recova, al lado de la librería de don Jacobo Leví, en la paquetería de un turco de ojos redondos e inocentes, cumplí mi propósito» (León 1989: 19).

«En un ángulo del patio estaba el cuarto de baño, vestido con un artefacto gigantesco, con dos llaves: una para el agua dulce, la otra para la salada.

Dada la naturaleza del clima, nadie se bañaba con agua caliente (León 1989: 25)

«Como los tejados, en Iquique, eran planos, debido a la carencia de lluvias, nos desplazábamos por ellos como si fueran verdaderos bulevares» (León 1989: 31).

«Sin embargo, no podíamos sentarnos, pues los techos de Iquique, planos, estavan cubiertos de conchuelas calcinadas que cortaban como cuchillos, por lo que no convenían pisarlas» (León 1989: 38).

«Ese sistema pretendía impermeabilizar las casas, en caso de lluvia» (León 1989: 39).

«A todo esto el cielo de Iquique se había constelado de volantines, pavos, bolas, estrellas cometas, que mostraban, en alegre conjunción, todos los colores del espectro. Entre los primeros predominaban los pechugas, banderas chilenas, dominós, etc (León 1989: 40).

«Asentado su prestigio, empezó a relatar algunas aventuras que había corrido en su barrio El Colorado, famoso por constituir un nido de contrabandistas y de gente de avería (León 1989: 53).

«Convenía sentarse en el centro de la platea. Era el lugar más seguro, pues desde la galería, tan pronto se apagaban la luces, una lluvia de proyectiles caía sobre los espectadores: trozos de empanadas, pedazos de pan, cáscaras de maní, mientras se dejaban oír chirigotas, apodos pertenecientes a los de platea, carcajadas estrepitosas y ruidos ordinarios que hacían reír a la galería en forma estentórea. No pocas voces se escuchaban gruñidos y ladridos de perros (León 1989: 57).

«No obstante, todo eso formaba también, parte de la función. Cuando llegaba la pianista se formaba una algarabía espectacular (León 1989: 58).

«De pronto nos sorprendió el carnaval en Iquique. Dicha festividad es cosa seria. Se derogan los hábitos tradicionales y hasta la legislación penal. Para muchos constituye una válvula de escape de los malos instintos, tornándose a ratos la festividad en una guerra de todos contra todos» (León 1989: 64).

«Generalmente, las comparsas se formaban por barrios.

La del Morro, el mío, era bastante extensa. En una de ellas vi una vez, a la cola del desfile, una bellísima prostituta, acompañada de un funcionario de la Caja de Ahorros, tomados de brazo, casi cayéndose de puros borrachos, penetrados, sin embargo, de una alegría demoníaca y gritando como condenados.

«Por la noche tanto en el paseo de cavancha como en las plazas de la ciudad, se jugaba a la chaya. Los de mala índole mezclaban el papel picado multicolor con aserrín pintado y lo deslizaban por los escotes de las muchachas. Este singular confetti producía tal picazón que las afectadas, aparte de rascarse con frenesí, iniciaban movimientos de un orden casi pentecostal, concluyendo impotentes por regresar a sus casas para rascarse a gusto, tomar una ducha y cubrirse de polvos talcos (León 1989: 65).

«Mi amigo vivía en la calle Baquedano, a media cuadra del monumento a Prat, un tanto retirado del centro. No me atreví a salir a pie. Llamé un taxi. La calle Tarapacá y la calle Vivar, a las que me hice conducir, habían envejecido como yo. Semejaban a cualquier calle de Chile, pues habían sido invadidas por negocios funcionales, exhornados con esas cacatúas metálicas y estrepitosas que existen en todas las ciudades del país y que abruman los oídos con sus insípidas melodías y baladas cantadas en inglés, por hombres con voces de mujeres y por mujeres con voces de hombres (León 1989: 107).

«En el barrio no queda ya nadie: algunos fallecieron, otros emigraron para la época de la crisis. Se crearon ollas del pobre y hasta gente amiga nuestra no tenía que comer» (León 1989: 110).

«En el principio fueron una calle, una calle íntima y alegre, como un cumpleaños, tan viva ahora, como entonces, ñiña todavía, tenía ocho años, igual que yo (las calles y las ciudades tienen la misma edad que uno) cuando la conocí y fue creciendo junto a mí, hasta tornarse adolescente y nupcial; carnavales enloquecidos con muchachas ceñidas por el agua que moldeaba sus formas prisioneras; la Pampa y su interminable sueño de piedra, velado, eternamente, por una redonda candela de plata; los cementerios ingleses, similares a pequeños jardines, con grandes flores de porcelana; arenas que despedían murmurando al crepúsculo; mis padres y sus inocentes alegrías pequeñas; tía Enriqueta, cuidándonos como una loba; Susana, ángel de la escultura, que cariciaba cadenciosa, las calles con sus pies diminutos y su rostro infinito; y Carmen, dorada como una espiga madura, dulce al sabor, tal un panal, suave fucsia al tacto, oliendo a lavanda y a primavera» (León 1989: 121).