Los viejos iquiqueños, esos que vivieron la crisis de los años 30, nos están abandonando. Se van en silencio, como para no molestar. Uno de ellos, Celso Sánchez Navarro, se nos fue. Esperó el pitazo final, se abrazó con sus compinches y se largó con los zapatos de fútbol, esos con puentes, envueltos en un pedazo de papel, seguramente del diario “El Tarapacá”. Se crió en Juan Martínez con Thompson y en tal condición fue estudiante de la escuela 6. Sin duda alguna, entonaba el himno chino como para no olvidar sus orígenes.
Era habitué de la Casa del Deportista. De esos que no se perdían los clásicos del básquetbol iquiqueño. Pero más que nada era futbolista. Y por cierto, que siendo ferroviario no tardó nada en ponerse la camiseta blanca del Maestranza. Y fue bueno en épocas que había que ser bueno. Epoca en que los maestrancinos dominaban en la escena local y regional. Quizás los años que van del 40 al 50, hayan sido los mejores de esa institución. Y Celso, el viejo Celso, era titular indiscutido en la delantera. Se jugaba con cinco: Díaz, Sánchez, Suárez, Polanco y Balbontín, constituían un quinteto cuya vocación fundamental era perforar el arco de los equipos grandes de ese entones: Yungay, Norteamérica, Los Cóndores, Sportiva Italiana, Estrella de Chile, etc. Y lo conseguían.
Hombre de la época del tango, escuchaba las obras completas de Carlos Gardel. Hizo de la canciones del Zorzal Criollo su banda sonora. Y se fue, una tarde de agosto, en el Cementerio 3, con los acordes del “Caminito que el tiempo ha borrado” rumbo a esas otras canchas a encontrarse con los viejos iquiqueños, a volver hacer dupla con Adrián Díaz y Daniel Polanco, con el Chaparro Ahumada y Mario Aranda, entre muchos otros.
Pero no era solamente un buen deportista. Fue un hombre comprometido con su tiempo. Un hombre de izquierda que se matriculó con las ideas revolucionarias de Salvador Allende. Como buen ferroviario, ingresó al Partido Radical y de ahí pasó a apoyar al gobierno de la Unidad Popular. En sus funerales se supo, por parte de su hijo, que su casa de la calle Bulnes, había servido de asilo para sus amigos que eran implacablemente perseguidos por los militares y civiles de la época. Supo con ese acto demostrar que los deportistas si tienen que ver con la política, sobre todo con la política escrita con mayúsculas.
Era hombre de humor, queda el recuerdo de esos versos que recitaba antes de beber una copa de vino, versos de un poeta español que el pueblo adaptó a las exigencias nuestras: “Muertos no son los que yacen en la tumba fría, muertos son lo que viven y no beben todavía”. No está en el helado nicho, lo comparte con su mujer, atleta del Olimpo. A mi me queda su amistad con mi padre, y el verlo desde niño, caminando por nuestras calles, apuntado por los mayores que lo vieron jugar, diciéndome “ese era un crac”.