La gente subía y bajaba de regreso casa. En sus rostros se dibujaba el dolor y la conformidad, el cara y sello de esa moneda que se llama muerte. Cada 1 de noviembre se renueva la lealtad con aquellos que partieron. Nuestros antepasados, antes que llegaran los españoles construían en sus alrededores, un lugar que llamaban wakas, donde eran enterrados. Otros como en la Amazonía volvían en forma de tigres. Los chinchorros momificaban a sus muertos. En Iquique hubo dos cementerio católico y protestante. Y hasta los años 60 existió el cementerio 2. Una fotografía captura la humildad del mausoleo de los mártires del 21 de diciembre.
Los cementerios de la pampa son visitados por sus pacientes. Otros abandonados cuyas cruces en pleno desierto recuerdan otra vida. El de Huantajaya es uno de ellos. En otros, tres guitarras ofrendan con un bolero la memoria del que ya no está. La cruz de pino Oregón se alza contra el olvido. Pequeñas casas de lata recuerdan al que se accidentó o donde encontraron los restos del empampado.
Hay muertos olvidados. Lo de la familia Pascal, los Neuman, los Canelo. Otros lucen impecables como los italianos. Nichos de niños y niñas -al parecer producto de la bubónica, esperan las flores de sus padres. A la entrada y hacia la izquierda dos muertos, “fueron fallecidos”, casi siempre tienen una flor. Murieron a la misma hora y en la madrugada. Todos en el 1.
Con el crecimiento de Iquique la demanda por un nuevo cementerio se ha hecho realidad. Tiene otra estética. Imitan a las de los Estados Unidos. Allá son en su mayoría protestantes. Por aquí no.
El otro Iquique sigue enterrando a los nuestros en el 1 o en el 3.
La muerte sigue siendo un misterio. Respuestas sobre su acontecer son múltiples. El humor no está ausente. Cuando se te acerca se dice “huele a gladiolo”.
Velorio, funeral y recordatorio constituyen los tres ejes de la presencia y ausencia del fallecido.
Publicado en La Estrella de Iquique el 3 de noviembre de 2024