Encerar era la palabra que por solo escucharla cansaba. Pero era parte de la vida cotidiana del hogar. Y tenía varias etapas. Cuento esto porque los jóvenes ni se imaginan ese acto higiénico y estético. Encerar era de hombres y mujeres. No había distingo. Había que sacar todos los muebles del living, luego barrer, pasar la virutilla, encerar y sacar brillo, con un chancho. Y para cerrar el proceso, sacudir.
La escoba barría con todo lo que se le cruzara. No había rincón en que su presencia no llegara. La radio encendida armonizaba la tarea. Con Leo Dan la tarea era más llevadera. No me imagino con Arjona. Pasar la virutilla era pagar los pecados.
El piso dejaba ver su desnudez y la cera pegada era arrancada como una especie de caracha en el codo. Las piernas temblaban. De nuevo la escoba dejaba ver la nobleza de las tablas de pino oregon. En cuclillas había que esparcir la cera, roja o amarilla. Con una camisa vieja se extendía. ¡Olor a cera! Olor a ropa hirviendo en el patio. Olor a infancia que nunca más regresará. La cera era el bálsamo. El piso quedaba opaco. La mirada vigilante de nuestros padres no dejaba nada al azar.
Entonces aparece el chancho. Un armatoste de color negro con un palo grueso que, gracias a no se qué proceso, giraba por los cuatro puntos de la casa. “Tenía una bolita que la hacía girar” me dice mi tía Yiya. Antes que se vendiera en Las Dos Estrellas, los ferroviarios lo hacían en sus talleres. Eran pesados y carecían de la bolita negra. “¡Hay que pasar el chancho!”. Mi padre, a propósito, lo hacia colisionar sobre la puerta de nuestro dormitorio. Con la sacudida terminaba el proceso.
Encerar abría puertas. Te daban permiso para la vermuth o para ir a la plaza a ver como los nuestros giraban de un lado a otro. Mi hija alguna vez me preguntó que era un chancho. Hoy se lo explico.