En esta ciudad pasa todo o casi todo. El otro día en un colectivo, había un letrero puesto sobre el asiento del compañero del conductor, de forma tal que los pasajeros de atrás lo pudieran leer: “Prohibido hacer picnic en el auto”. Me he encontrado con otros, con parecidos mensajes, pero con las mismas faltas de ortografía. Ya no hay letreros del tipo “Dios es mi copiloto”, pero si muchas imagénes de San Lorenzo.
En el verano la gente se sube comiendo piquichuqui me decía un viejo chófer iquiqueño. Dejan la “tendalá” agregaba mientras le daba el vuelto a una señora. Los peores, agregó, son los que entran comiendo empanadas, sin dejar de hacer notar a los que consumen completos. Otros comen wantán, convirtiendo al coleto en una chifa móvil.
La gente ha trasladado a la calle, a la vía pública, ese acto tan familiar y tan importante que es el comer. Se ven en las calles a jóvenes con maestría de cirujano, devorarse un hot-dog en pleno centro de la ciudad. Las damas no escapan a esta situación.
Pero no sólo los pasajeros engullen a veces en familia las criollas empanadas. Los choferes, algunos no todos, mascan el chicle (goma de mascar) que da gusto. Y no sólo eso, producen sonidos como si reventaran pequeños globos. Otros, sobre todo en el verano, cogen con prolijidad una botella de refresco para capear el calor. “Es que la calor, jefe, da sed”, dice como pidiendo disculpas.
Desplazarse por la ciudad en los colectivos es una forma más de conocer a la gente. Una especie de laboratorio antropológico, un compendio de olores y de sonidos en movimiento. Un abrir y cerrar de puertas. Y en estos meses un alegato contra todos los candidatos del tipo que sean.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 2 de septiembre de 2012, página 17