La prensa con su frialdad matinal del día domingo informó de la muerte de don Hipólito. Don Hipólito, fue el fotógrafo oficial de la Plaza Condell. En el medio de la Plaza -el quiosco le llaman- entre lustrabotas, limpiadores de autos, jubilados, cesantes y palomas, vestido con un delantal blanco y con un riguroso gorro del mismo color, esperaba pacientemente a alguien que quisiera inmortalizarse en un papel. Don Hipólito, por obra y gracia de un cajón de madera y su vocación indesmentida de amor al prójimo, de cronista de estados de ánimos, lograba el objetivo. El cajón con sus fotos alrededor, era la consciencia de una época que parece destinada a la extinción. En sus retratos añosos, amarillos por el trabajo del sol, jóvenes conscriptos que ahora deben ser viejos, y no generales, retrataban la aburrida tarde de un domingo de franco, en tierra extraña, nostalgiando una carta o la mesa familiar. O niños, montados en un inmóvil caballo de madera cumplían el deseo de cabalgar que les venía, en ese entonces de las películas de vaqueros, en las que John Wayne hacía cumplir la ley. O, de aquella pareja de enamorados que, con esa foto, anunciaban el compromiso de novios que el tiempo se encargó de materializar o, quizás no.
Don Hipólito, a decir verdad, empezó a morir hace mucho tiempo atrás. Y, para darse cuenta de ello no hay que revisar fichas clínicas ni cosas por el estilo. Esa información a menudo se queda en las apariencias. Don Hipólito empezó a perder la vida cuando se dio cuenta que su oficio, crecía en forma inversamente proporcional a la fiebre del consumismo, que merced a la Zofri, empezaba a hacerse realidad cotidiana. A Don Hipólito, lo empezó a derrotar la tecnología que precisa de resultados rápidos. Primero fue la Polaroid, esa especie de auto suzuki fotográfica, que a esta altura no sirve casi para nada. Pero que en los ochenta convirtió a cada iquiqueños en un fotógrafo. Fue una herida de muerte para el oficio paciente que se hace cada día. El paisaje local se llenó de aficionados dispuesto a inmortalizar a quien se le cruzara por delante. Bautizos, matrimonios, desfiles militares y de estudiantes -que los hubo mucho- fueron capturados por la industria japonesa.
Con Don Hipólito, muere un oficio. Y, cuando decimos oficio estamos enfatizando la idea de algo que está íntimamente relacionado con la vocación, y no con las urgencias del mercado. En la muerte de Don Hipólito, vemos también la muerte del oficio de zapatero, de hacedor de dulces y, de tantas otras vocaciones. En fin, estamos viendo la muerte de una forma de concebir el trabajo esencialmente ligada a otra época, al tiempo del Iquique de antes de la Zofri. El oficio que requiere una relación afectiva entre el hombre y su herramienta. El oficio que significa una realización personal cada vez que el trabajo se hace bien. Un oficio, como el de Don Hipólito no es para ganarse el pan solamente, sino, también, para sentirse bien. Una fotografía bien lograda, que se traducía en una perfecta sintonía entre el papel y el estado de ánimo del fotografiado pudo más que cualquier otro reconocimiento. Don Hipólito no se lleva su cajón pero sí nos deja su presencia invisible en el centro de la plaza Condell, en espera que algún recuerdo reclame su oficio en busca de la inmortalidad.
Fotografía de Hernán Pereira