Danzar, jugar y desfilar son las actividades cruciales de los habitantes del Norte Grande de Chile. El cuerpo nortino cambia de registro según el calendario ritual. Danzar y cantar es el cara y sello de la religiosidad popular.
Bailar en el templo es el momento fuerte. Se le saluda, se le baila y se le canta a la virgen o al santo. Es una entrada solemne tal como lo es la despedida. El estandarte se abre paso. Los músicos se van acomodando. Los bronces irrumpen y pareciera que el templo se viene abajo. El caporal dirige la ceremonia. Cantan y bailan sin intermediarios. El cura no existe. Todas las miradas conducen a la imagen sagrada. Niños, jovenes y viejos, hombres y mujeres, se congregan en una sola unidad. Cantan y bailan en plural: «Los morenos te venimos a saludar». La matraca, el pito o la campanilla, según el baile, anuncian los cortes: se detiene la música y entonan sus plegarias. Los rostros, sin máscaras, nos remiten a la geografía de los humildes, de los esforzados, de la mayoría del país. El color de la piel es sinónimo del color de la piel del Norte Grande. Si el mestizaje tiene color, ese es su color.
Luego en la plaza junto a decenas de otros bailes, cada una de las cofradías, siguen bailando. La gente se les acerca y forma una especie de fronteras. No existe el publico. Nadie aplaude.
En la plaza, en el espacio público, en el pulmón de la vida social, cada baile ejecuta lo que ha ensayado durante todo el año. Media hora, tres cuarto de hora. El sol del mediodía quema como siempre, y el hielo de la madrugada cala los huesos. Se baila todo el día y toda la noche. Son decenas de bailes que deben saludar a la virgen o al santo y luego danzar en la plaza. EL tiempo es corto, la fe es extensa.
Bailar y cantar es la forma de expresar una fe, aparentemente sencilla, pero compleja, viva, festiva y dramática a la vez.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 11 de agosto de 2019