Decir infancia y no decir calle es un error. La calle, es el territorio a ocupar, la vereda -de madera o de tierra- a golpear con las alpargatas o los zapatos de plásticos marca Calpany, que alguna vez la casa Malagarriga vendió como pan caliente, constituyen referencias a la sociabilidad estructurada en torno a la casa, la calle, la plaza, la playa y el centro.
La calle es el lugar donde habita lo desconocido. La calle es el lugar a conquistar. Conocer su gramática es dar con sus misterios. No es lo mismo pasar por una calle a una hora u otra. La calle es más que un fenómeno geográfico. Tiene ritmos, posee olores, contiene historia.
“La calle es libre” anota esa canción que compuso el uruguayo José Carbajal, y que popularizó el argentino Leonardo Favio. Ello da a entender el aspecto público que tiene, pero que sin embargo, cada grupo se la toma a su modo. De hecho los conflictos entre barrios tienen que ver con la delimitación de fronteras que el extraño no advierte. Pasar por el Colorado, por ejemplo, es pasar por un territorio que tiene sus códigos, sus santos y señas.
Salir de la casa a la calle, es salir de lo conocido a lo desconocido, es salir de un ambiente grato a otro que tal vez no lo sea. Por lo mismo, hay que domesticarla, hay que tatuarla del modo que convenga. Hay que sentar soberanía sobre ella. Uno se doctora de niño en la calle. Ahí están las pruebas que el rito señala. Saber, escribo de la infancia de los años 60, colgarse de un coche Victoria y sortear los latigazos del cochero; saber, deletrear el idioma de las groserías que se aprenden en la galería del teatro Nacional, saber de la estética de los pantalones ajustados y a la moda de un Leonel Verdi. La calle, es la escuela que cuenta la verdadera historia del barrio.
Niño callejero, niño pate e perro, chiquillo de moledera, y una larga lista de fórmulas orales que se barajan para decir lo mismo, indican que desde la casa, el hogar con su calor, imagina que la calle es el lugar de la incertidumbre. Pero, sin la domesticación de ese espacio con nombre de próceres o de flores, no podríamos realizar ni realzar la vida. La plaza, el living del barrio, el centro, el lugar donde el mercado se expresa con su individualismo y egoísmo, la playa, la naturaleza en pleno centro de la ciudad, son ejes por lo cual nos vamos, poco a poco, yendo de casa. Al dejar los pantalones cortos, dejamos la niñez, la primera afeitada a escondida, y otros ejercicios que no es el caso publicitar, nos indica que la casa, por muy querida que sea, ya no es el centro del mundo. Pero, siempre volvemos a ella. Allí, está mamá, enojada o no, pero allí está, con el te de las cinco, o con el tarro de durazno, ese manjar de la infancia, listo para engullirlo. Luego a la calle de nuevo.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 9 de abril de 2006