El dilema era quemar o enterrar. Ambas opciones terribles por cierto. Libros, discos y posters tenían sus días contados. Mi padre, apurado sacaba de las paredes los dos afiches hecho con la tecnología de la época. Uno, el del Che, el otro de Los Beatles. Pero, antes miró a los melenudos y le preguntó a mi madre: “A estos también…”. Y el fuego ardió con el fuego del Che y de los de Liverpool. En Antofagasta, la dueña de la pensión nos dio un par de horas para abandonar la casa, so pena de avisar a los militares que éramos marxistas. El miedo nos atravesaba el alma y el cuerpo se llenaba de escalofríos.
Los helicópteros se tomaron la noche antofagastina. Era una especie de Vietnam urbano. Las hojas de los libros se iban por el water. Las citas de Mao, navagaron por ductos nunca antes imaginado. El “Qué hacer” de Lenin, lo arrasó el fuego y con ello se decretó su inutilidad.
Una tarde de ese mes, con mi primo, cargamos varios libros de la Quimantú y nos fuimos a su pensión. Caminanos las cinco cuadras más largas de nuestras vidas. Las patrullas militares, veían en cada civil, al comunismo en armas. En viejos bolsos iban esos libros. Cavamos un hoyo de medio metro, y enterramos a buena parte de la filosofía, de la sociología, de la economía y de la antropología. ¿El fin de la historia?
A cuarenta años de ese acto no sabría llegar a esa casa antofagastina. Pienso en el estado de esos libros y si han sabido mantenerse en forma. ¿Cuántos libros habitarán en el subsuelo de la patria? Cuando acontezca el pachacuti, y el mundo vuelva a su estado normal, esos libros volverán a los anaqueles donde nunca debieron haber salido. Y el comedor de mi casa, se llenara de nuevo con las imágenes del Che y de Los Beatles.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 15 de septiembre de 2013, página 25