Cada uno de los iquiqueños guarda celosamente en su velador un libro o un recorte de historia de algún episodio de nuestro pasado. Otros, evocan a aquel pariente que murió o bien que se salvó en la matanza de la escuela Santa María. Es el caso, por ejemplo de mi bisabuelo. Los iquiqueños crecimos con la historia de los fantasmas del Palacio Astoreca o del Teatro Municipal. Un pub de moda tiene sus paredes empapeladas con diarios de los tiempos del oro blanco. Otro, en el barrio el Morro, adorna con radios, sillas y viejos calendarios lo que una vez fuimos. La historia es nuestra camarada.
Siendo Iquique una ciudad donde la historia con mayúscula es parte vital de nuestro modo de ser, llama la atención que ésta no se refleje en nuestra vida cotidiana. No haya ningún letrero -señalética le llaman ahora- que indique, por ejemplo, en qué casa de la calle Baquedano se constituyó la Junta que derrocó a José Manuel Balmaceda. O que señale el sitio donde se imprimía “El Despertar de los Trabajadores”, o lo que quedó de la casa de John Tomas North. Nada nos dice donde se reunían los obreros en la Foch, Federación Obrera de Chile. Y que decir, del monolito a los mártires de la escuela Santa María que alguna vez hubo en el Cementerio Nº 2, y en la que se hoy se alza la población Jorge Inostrosa. Una foto circula por ahí, y la prosa de Nicomedes Guzmán en su novela “La luz viene del mar”, la describe en detalles.
Llama la atención también que las casas donde nacieron los poetas María Monvel, Oscar Hahn, Homero Arce, David Valjalo y Mahfúd Massís, Homero Bascuñán, entre otros, no tengan ninguna señal distintiva, como tampoco los rastros de ese mujer adelantada, Teresa Wilms Montt que vivió en el puerto mayor, en el Hotel Fénix. De Elena Caffarena, nada. Los pasos de la española Belén de Sárraga, se hacen sentir de vez en cuando, en la prensa de esa época. Lo mismo sucede con los novelistas María Elena Gertner, Luis Acuña y Luis González Zenteno, entre otros. En el campo de la música popular, no quedan huellas del paso de Gilberto Rojas, autor del vals “Iquique” ni de Santiago Polanco Nuño creador del tercer Himno a Iquique -seamos justos una calle leva su nombre-. En las artes sucede lo mismo con Enrique Campuzano, Maruja Pinedo. Y la lista puede ser interminable.
El depósito de la historia deportiva, por ejemplo, el museo, obra y gracia de Hernán Cortés Heredia, quedó embalado en cajas en la calle Baquedano. Allí duermen el sueño de la desidia, los galvanos de Oscar Francino, la pelota con que Iquique fue campeón de Chile, el estandarte de Estrella de Chile. En fin.
Lo anterior resulta fácil de explicar. Esta ciudad, a nivel de sus gobernantes, sufre de desmemoria y de desconocimiento histórico. Maravillados por el oro de Miami, entienden que el pasado es un lastre y no una fuente de inspiración para el futuro. De allí el desapego a lo que fuimos; de allí la amnesia; de allí la bronca con la historia.
Sin embargo, Iquique traspira esa historia con mayúsculas. Esa historia que nuestro Luis González Zenteno definió como mezcla entre rebeldía y fatalismo. De ese producto nos alimentamos y nos alzamos “los hijos del salitre”. De allí la queja y la rabia.