Estaban esparcidos por toda la ciudad. En cada barrio había más de uno. Algunos tenían nombres colgados en un letrero. Otros llevaban el del dueño o de la dueña: Belfor, doña María, chino Wong y la lista puede ser interminable. En las mañanas el vecindario se volcaba hacia ellos. El olor a mortadela inundaba el ambiente. Se vendía al lápiz lo que demostraba la confianza instalada entre el dueño y los compradores. No faltaba, eso sí, aquel que olvidaba el compromiso. Ciertas penas del infierno le caían. Siempre me gustó la palabra fiar. Denotaba confianza, ausencia de notario, y se basaba en esa extraña, pero necesaria sensación de que no se puede vivir sin confiar en los otros.
La historia de esos despachos es la historia de esta ciudad que se articuló en torno a los barrios. Era una ciudad descentralizada. Ir al centro era para hacer diligencias que el barrio no daba abasto: sacar la patente de la bicicleta, ir a la Tesorería, al Correo o al Banco del Estado. Sumo la palabra diligencia. Hubo varios John Wayne. Siempre en el centro haciendo trámites.
Los despachos eran atendidos por migrantes, si, lee muy bien, por migrantes. Chinos, españoles, croatas, italianos, turcos, peruanos, bolivianos, entre tantos otros. La yapa, era la señal de lo que ahora se llama fidelización. Fea palabra. Había otra más cariñosa y efectiva: casero o casera, variante del vecino o de la vecina. El chino nos sorprendía con su abaco y otros con lápiz en la oreja, sumaba a la perfección. Y si se equivocaba siempre era su favor. Las balanzas cargadas, a veces.
Había despachos chicos y grandes. Estos eran almacenes. El arte de envolver el medio kilo de azúcar con papel craft y con vuelta en el aire incluido lo manejaba doña María que además, y como si fuera poco, alojaba en sus labios un cigarro que no se apagaba nunca. Jamás la ceniza cayó al suelo. La memoria está poblada de despachos.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 4 de octubre de 2020, página 11