Antes de la irrupción del fenómeno de las diabladas en la fiesta de La Tirana, influencia proveniente de Oruro, la figura del mal, se representaba a través del diablo. Pero éste era una figura solitaria que se introducía en los bailes, con una doble función. Mantener a raya a los curiosos y, esta es la más importante, simbolizar la figura del mal.

A todos estos peregrinos que cada año se vestían de rojo, y que se confeccionaban sus propias máscaras, el pueblo los denominó “diablos sueltos”.  Hay fotos de los años 20 en la que aparecen mucho de éstos con sus trajes y máscaras. 

La memoria popular recuerda a mucho de estos bailarines. En los años 40 y 50, cuando Iquique se sumía en la más profundas de sus crisis, e ir a La Tirana era prácticamente una odisea, estos diablos coloreaban la desierta plaza de ese pueblo. En la Plaza Arica, había uno. Todos les decíamos Carlitos.  Se ganaba la vida, al parecer, vendiendo eso que llamábamos chupetes helado. Esos que las fábricas locales expendían como pan caliente. Un clásico vendedor de esos manjares, fue sin duda, “El Familia”. Carlitos, era de ese gremio.  Como tal, en su carro blanco (¿quién tendrá una foto de ese instrumento?), recorría la ciudad anunciando las variedades de tan distinguido antídoto contra “la calor”.

Era un hombre humilde. Y el barrio lo acogió con ese corazón abierto que en esos tiempos los iquiqueños compartían con sus iguales.  Es más, el barrio lo bautizó como “el diablo tumbao”. Y era por que sus botas, sobre todo en los tacos se notaba el paso del tiempo. Gastaba esa pieza de sus botas en un solo lado.

Cuando ya no lo vimos, supusimos que la muerte se lo había llevado. Pero nunca se supo su nombre, su edad, y menos cuales eran sus sueños, aunque sus pesadillas eran evidentes. Parte vital del paisaje del barrio, Carlitos, supo brillar con luz propia. Era tan nuestro como el kiosco o como la cancha que alguna vez fue de La Cruz.

En esos azares que tiene la vida, me re-ecuentro con un viejo amigo del barrio. Y barajando los naipes de la nostalgia, alojándonos en los recuerdos, y silbando el himno de la 6,  llegamos a nuestro diablo suelto. Se nos asomó su traje rojo descolorido, su pañuelo en la cara y la máscara en sus manos de trabajador. “Lo conozco”  me dijo Mañungo. Entonces se nos abrió una luz que se nos coló por la memoria. Y como dueño de una gran verdad dijo:  “Se llama Carlos Arrey Moscoso”. Es más agregó: “Viene a ser sobrino nieto de Carlos Condell”.

Nuestro diablo suelto, nuestro diablo “tumbao”, tenía nombres y apellidos. Construimos su árbol genealógico y quedamos de seguir indagando en esa vida mínima, pero vital de ese peregrino que año tras año, alistaba su traje para imponer el orden y de paso recordarnos que el mal existe.

Era, por cierto, un hombre que se conocía al dedillo a esa ciudad que ya no está. Y era que no. Con el carro de chupetes helados y ese traje rojo de diablo desteñido con el tiempo, se ganó un lugar en la geografía de los recuerdos. No está en los libros de historia, pero para qué. El diablo tumbao, Carlitos, habita en esa otra historia que se cuenta mezcla de ficción con realidad, cuando la nostalgia nos suele apretar el corazón.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 6 de julio de 2008