Mi viejo y querido amigo Alfredo Loayza nos dejó. Se nos fue como se nos ha ido ese viejo Iquique que tanto amó. Los domingos son cada vez más tristes. Es como si un incendio nos hubiera devorado nuestra alma de pino oregón.
Lo recuerdo en esa vieja oficina de la Universidad de Chile allí en la calle Serrano con Ramírez. Me abrió sus puertas en tiempos en que la desconfianza y el soplonaje eran casi el pan de cada día. Bastó para que le pronunciara mi apellido para que hilvanara rápidamente los recuerdos y llegará como barca al puerto, al Olimpo, ese club deportivo que tenía en sus camisetas una gran “O”. De allí las conversaciones en las mañanas o en las tardes, en la que la historia de la ciudad, sus modales, sus grandezas y frustraciones, eran el común denominador.
Don Alfredo era una hombre cabal, un iquiqueño ilustre que siempre nos recibía con su sonrisa. Fue un maestro que siempre pronunciaba la palabra precisa. Alentar era su profesión. Los años lo retiraron de sus calles queridas, pero siempre sabíamos de él.
Don Alfredo perteneció a esa generación de regionalistas que se interesaron por la historia y el futuro de la ciudad. Hombre quitado de bulla se refugió, por tun tiempo en Pica, desde allí coleccionaba sus recuerdos e hilvanaba esas nostalgias de una ciudad que ya no existe.
Me regaló una de las mejores crónicas sobre el Iquique deportivo, que hablaba de una juventud que halló en el deporte su centro de gravedad. “Evocando un madrugation” es un retrato, un fresco de una juventud que ayuda a explicar algo casi inexplicable, y que tiene que ver con el “Iquique, tierra de campeones”. Cada vez que nos pregunten porque ya no somos los que somos. hay que regalarle ese relato madrugador. Cada que vez que queramos saber como eran los muchachos de antes, habrá que volver a leer ese trabajo inspirador y cercano.
“Muchacho” me decía cuando nos encontrábamos cerca de la Plaza Prat. Al escucharlo me recordaba a mi padre, olímpico como él. Con un palmoteo y esa sonrisa plena me devolvía a casa lleno de tareas y de proyectos.
En este Iquique moribundo, cada más ancho y más ajeno, que se nos vaya don Alfredo es más un dolor, es una pérdida imposible de llenar. Esos hombres como don Alfredo constituyen la estirpe fundacional de un pensamiento y de un quehacer estrictamente regionalista, pero sin fuegos artificiales, sin aspavientos.
Tenemos muchos que aprender de don Alfredo. Su ejemplo, su silencio, su sonrisa, nos deben ayudar a caminar por esta ciudad cada vez más desconocida. En Pica y sobre una cama de salitre, seguirá preocupándose por los nuestros y por esta tierra que tanto quiso.