No termina bien el año para los iquiqueños. Ha muerto un hombre bueno. Se nos ha ido un maestro que hizo del mundo de la infancia su razón de vida. Uno de los nuestros que vio en ese territorio, en la que habita la inocencia, la semilla que más adelante, habría de convertirse en buena persona. Su jardín era frondoso y bello. 

Don Sabino Zenteno,  el maestro, el dirigente deportivo se nos ha ido. Nos ha dejado eso si, una inmensa tarea: continuar su labor, que no es nada de fácil.  Corren tiempos duros para el deporte. No es que no haya motivación. Faltan las condiciones para realizar una obra en un campo donde éramos campeones de Chile, en casi todas las disciplina. Me refiero al deporte amateur. Aquel que se asentaba en el corazón del barrio y hallaba en la escuela su complemento, no su competencia como ocurre hoy.  Hablar de Sabino Zenteno, es hablar del deportivo «Luis Taboada», de la Universidad Católica y de la escuela 4. Su obra era inmensa, pero para mi, ese triángulo de actividades lo representa, de cuerpo entero. 

Tuve la suerte de conversar con él en «El oficio de la memoria». Queda ese registro de casi una hora que sin duda alguna, no sintetiza todo lo que hizo.  Hombres como don Sabino resumen en una buena parte, un espíritu de una época. De un Chile con una fuerte y necesaria presencia del Estado, y de una ciudad, como la nuestra, que se debatía en una de sus tantas crisis.  Don Sabino no hubiera podido no ser iquiqueño. Esta ciudad le cabía como anillo al dedo. Aquí se bañó de todo ese ambiente campeonístico que llenaba la Casa del Deportista, el Estadio Municipal y las tantas otras canchas como el Iquitados, el Jorge V, el Chung Hwa o bien la cancha del Sipt, o del Telecomunicaciones. 

Pero su dolor más grande se le clavó en el pecho aquel día que sin mediar consultas, le demolieron la cancha «Dragoncitos» que estaba ubicada en Cavancha. Desde ese día se nos empezó a entristecer el maestro de la escuela 4. Desde ese día, el hombre de la calle Tarapacá empezó a caminar con lentitud. Pero bastaba picarle la guía, para que de inmediato se le llenara la boca de nuevos proyectos. Todo ellos con un solo destinatario, la infancia.  
Amante de la pelota que corre, y de los 22 que se ordenan tras de ella, se nos vino a vivir a Séptimo Oriente,  tal vez para escuchar en sus noches de desvelos,  el rumor de los cansados aviones que aterrizaban, o bien para sentir los gritos de gol cuando ese sector se nos llenó de canchas que alegraban los fines de semanas. Esta ciudad tan nuestra y tan ajena a la vez, ha perdido a un prócer. Y como me dijo mi primo Sergio Alegría, se nos fue justo en Navidad, tal vez para demostrar que la infancia era su territorio preferido. 

Publicado en La Estrella de Iquique, el 28 de diciembre de 2008