barrios1884-1963
Datos Personales
Nació en Valparaíso en 1884. Llegó a Iquique bastante joven todavía en busca de sus primeros derroteros de trabajo, cuando este puerto nortino vivía su esplendor salitrero. En 1907 publicó su primer libro Del Natural (Iquique, Imprenta de Rafael Bini e Hijos, calle Esmeralda Nº 124), cuyo contenido son cuatro cuentos muy cercano al naturalismo francés, pero ajenos por completo al torbellino iquiqueño de aquellos años. Estos cuentos son: Amistad de Solteras, Tirana Ley, Los que ellos creen y lo que ellas son y Celos Bienhechores.
Trabajó en el puerto y en alguna oficina salitrera, en la pampa de Tarapacá, y en estos años de vida le sirvieron de material para sus futuras novelas: Un Perdido y Tamarugal.
Dos de sus cuentos: Santo Remedio y Camanchaca alcanzan a mostrar, en cierto modo, la vida pampina en su medida de terrible violencia humana, tal como fue en la primera década de este siglo.

Camanchaca
-¡Irse con esta noche! Sólo a ti se te ocurre.
-¿Me lo vas a repetir otra vez, por Dios , hijita?
-No. De sobra sé que eres porfiado. En fin, tú verás lo que haces. Pero, quedándote aquí hasta la madrugada, no diviso qué perderías, Carlos. ¿Me oyes?.
El mozo se encogió de hombros, y mientras rezongaba Inés consideraciones y advertencias, se enderezó el poncho de castilla, se alzó el cuello, se cruzó la bufanda, se ajustó bien el sombrero de anchas alas, metió por último la mano dentro de la correhuela de afianzar la fusta y, con aire guapetón, fue a desatar su caballo, que vahaba junto al riel enclavado a amanera de poste.
La muchacha le seguía con la vista.En el rectángulo encendido de la puerta, se orlaba la luz de su silueta; en la dorada copia del rectángulo tendida hacia el camino, su sombra la repetía en negro; y también ella, cual si fumase, exhalaba azules vaharadas.
Carlos volvió a ella con la bestia de tiro. Un beso más, entre la sombra. Y la explicación, una vez, para justificarse:

-Tú no ignoras, Inés, los deberes del fichero en la pampa. Madrugar y , a las cinco en punto, dar fichas a los trabajadores.
-Lo sé.
-Mañana, lunes, atrasarse resultaría imperdonable. los peones, aglomerados frente a la ventanilla, lanzando protestas y chirigotas… ¡ No! Y el administrador sabe que he salido hoy. Sospecha que he venido hasta aquí.

Está al cabo de este lío nuestro. Nada hay secreto en la vida salitrera. Las aventuras de cada cual corren de boca en boca, de cantón en cantón; se comentan en cada oficina, larga y sabrosamente, durante los aperitivos interminables.
-¡No te vallas por la huella , siquiera. Toma la línea. Es más segura.
-Si no me pierdo, hijita linda. Conozco estas huellas como la palma de mi mano.
-Pero la Camanchaca tupirá en poco más rato.Todas estas noches viene pasando lo mismo. Al principio, una neblinita; después, cuando menos se piensa, la Camanchaca cerrada.
Carlos penetró el aire con una mirada experta. Haló en la luma. Por lo menos, la luna se veía, y la niebla tomaba de ella cierto resplandor celeste.
Nada. Tonterías. Apretó cinchas, dejó caer los estribos en sus correas y montó.

-¿Llevas el revólver?
-Sí. Aunque sólo por costumbre.
-No , niño. No te descuides con Enrique. Es vengativo.
-Enrique anda muy lejos de aquí ya.
-¡Quién sabe! El pampino va y viene, va y viene…
-¿Y en el camino se detiene como el cerrojo?
-Déjate de chistes . No dura en ninguna parte el pampino.
-Adiós.
-Bien , adiós. Telefonea mañana.
Carlos picó espuelas. terco al fin, se internó por la huella. La huella de carretas. La maraña de sendas polvorientas que garabateaban aquel suelo salobre y revuelto, entre calicheras y calichera, entre cuevas y rajos, entre canchas y acopios , sistema circulatorio en las faenas de extracción que iban vaciando los yacimientos salitreros. Una de sus guías paraba en la estación ferroviaria de Pozo Almonte, en una de cuya casetas vivía Inés ahora, huésped de cierta comadre bien pagada por Carlos. Otras estirábanse hacia las casas de La Palma y aún hasta próximas oficinas. Con todas habíase familiarizado Carlos en sus tres años de empleado, y , con él, su caballo; de suerte que, cuando atrás sonó el portazo de Inés al recogerse, sin vacilar se daban ya los cascos del animal a hundir el colchón de polvo.. Caminó. buen rato caminó.
Hacía frío. » Haló en la luna novedad ninguna», articuló el mozo en confiado suspiro. Mas, en realidad, aquello tupía. Empezaban las ropas a mojarse. «¡curioso!-pensó-, ¿Cómo puede surgir así , de buenas a primeras, tanta humedad en un desierto rigurosamente seco?». Bien decía Inés: primero, ligerísima bruma; poco a poco, niebla densa, y condensándose, condensándose, al fin la Camanchaca, una verdadera nube a ras del suelo, nube sin término, envolvente y cegadora, que empapaba y transía. ¡La Camanchaca!.
Pero siguió avanzando por la huella. Pronto el caballo, que había abreviando más y más el tranco, empezó a marchar como a tientas. Cuando lo notó indeciso al pisar el jinete se irritó:
-¡Eh, marica¡- Le dijo, descargándole un fustazo.
Tropezó el bruto entonces.
Y fue razonable un alto momentáneo.
Minuto a minuto se hizo más difícil proseguir. Había que ir a ciegas casi. No obstante, la luna traslucíase aún allá arriba, ahora como el ojo de un monstruoso pez que mirase dentro de un acuario de pesadilla. Si por aquellos años, primeros del siglo, hubiérase exhibido el cine de Walt Disney, habría imaginado Carlos alguna «fantasía».
Pero apenas corría el año cuarto y, además , el transe no presentábase para amables fantasmagorías. ¿Valdría la pena volver a la línea férrea, conforme al consejo de la querida? Dentro de poco, jinete y cabalgadura podrían verse bloqueados. Precisaba pensar, acaso convenía decidir a tiempo. Sí : parecía preferible guiarse por los rieles.
¡Lástima! Porque Carlos habíase propuesto acortar camino: de esa huella, salir a la Oficina San Donato, de ahí hacia la Mapocho, luego a la Santiago…. En cambio, por la vía del ferrocarril, se perdían los pasos en dilatada curva.
Mas como la bestia hubiera incurrido ya en varios traspiés y colpas de costras se despeñaran hasta el fondo de las calicheras, con retumbar muy desagradable, decidió el hombre buscar precavidamente la línea. Buscó paso, trepó el terraplén y emprendió la marcha entre las dos líneas de fierro. Aunque los durmientes dificultasen algo el avance , la seguridad en el rumbo compensaba con real ventaja.
Y largo rato viajó así. De cuando en cuando, iniciaba un trote; pero siempre debía moderar la vehemencia: en el piso atravesado por los maderos fallaban las uñas de la bestia. Continuó, pues, monótonamente, al ritmo que el baqueano animal supo encontrar para sus trancos. Al enfrentar la Oficina Keryma, distinguió aún en todo sus trazos el establecimiento, encendido como un barco en medio de la noche. La humedad. empero, crecía en condensación.
¡En fin ! Armarse de paciencia y andar, embozarse bien y embestir contra lo que se presentara. No quedaba otra. Y gacha la cabeza, encogido el cuello y bajo el poncho abrigador las manos, continuó.
Hasta que su vista hubo de fijarse con extrañeza en dos pintas negras aparecidas a la distancia. Experimentó un ligero sobresalto. ¿Qué era aquello? Dos bultos oscuros entre el gris de la bruma ¿Dos hombres? Algunas cuadras adelante, las dos sombras avanzaban también por la línea. ¿Iban o venían? Iban, no cabía duda. No pudo evitar que el corazón le latiese con violencia. Porque del fondo subconsciente volvieron las recomendaciones de Inés, traidoras, a enlazarse con aquella aparición.
» ¡Bah, timideces!- se dijo-. Susto mujeril y ridículo. Dos trabajadores viajarán con la fresca, de un campamento a otro. ¿Qué tiene eso de particular?.»
Fuera lo que fuere, sintió como los músculos de todo el cuerpo se le relajaban, cómo su sangre descendía hasta los estribos. Aguzó la miraba bajo las cejas, bajo el ancho sombrero; las alargó, la estiró hasta las dos siluetas alarmantes. Dos hombres parecían , sí. Recogió las riendas ala caballo , casi lo detuvo . Y alzó un tanto la cabeza. Dos dos hombres, entonces, primero como indecisos entre reunirse más o separase, decidieron abrirse cada cual a un lado de la vía, y bajar rápido el terraplén y rápido ocultarse.
Paró Carlos su caballo en seco. Pues si no se juzgaba eso bastante singular, demasiado extraño, muy significativo, nada se hallaría singular, extraño ni significativo en el mundo.
Escrutó mejor a través de la Camanchaca. Nada. Nadie. Apenas allá lejos cierta claridad se desleía en la nebulosa que lo ahogaba todo. Subía de la San Donato, al parecer. Mugió distante una sirena, ronca. Sí de la San Donato, recordaba muy bien la voz. Hizo entonces una aspiración profunda y pacificó algo sus nervios.
¿Cuanto llevaba caminado ya? Kilómetros. Cerca de una hora. » Sigamos con calma»- se dijo. Tampoco el caballo revelaba la menor prisa.
Y no cesaba Carlos de mirar en su lenta marcha. Nadie al frente ya. Cual si la tierra se hubiera tragado a los extraños caminantes. Con el transcurrir el tiempo fue bajando la tensión de su ánimo, la sangre tornó a subir blandamente por los miembros. Se había dominado.
El siempre se dominaba. Como que no era ningún cobarde. esos dos tipos si, a lo mejor, eran un par de gallinas. Pero él … , él era valiente.
Amedrentarse en tal cual ocasión … «¿Quién no se amedrenta así, por sorpresa? Y hasta se puede sentir alguna vez un poco de miedo. El valor-nadie lo ignora- consiste en el don de vencer el miedo, no por cierto en lanzarse contra el peligro, inconsciente y aturdido. A lo sumo, se llamará eso arrojo. Los locos tienes arrojo, no valentía».
Y en esto iban sus reflexiones, cuando las dos sombras reaparecieron sobre la vía. Habíanse deslizado veloces ahora y allá continuaban, inquietantes. El no se detuvo, sin embargo. Aunque siempre cauteloso, dejó rienda al caballo.
¿Y si fuera Enrique? La ocurrencia le asaltó de repente. Y junto con ella toda su sangre, esta vez, se le lanzó un tumulto al corazón. Esto sí que ya semejábase al miedo. Pero, ¡caramba!, también la sugestión, los temores de aquella muchacha pusilánime … Culpa era de Inés. «Ah. los cobardes! Contagian. Son funestos. Y, a pesar de ello. según se afirma siempre, las mujeres poseen cierta sutil intuición, cierto agudísimo poder de presentir, que les permite asegurar que a ellas el corazón les anuncia cosas que los hombres jamás perciben por anticipado».
el hecho es que allá iban esos bribones. Enrique, no. A Enrique se le sabía, desde un mes atrás, en el cantón Lagunas, allá en la Pampa Sur… Pero junto con este pensamiento, escuchó el ritornello de la advertencia de Inés:» El pampino va y viene». Cierto. Como por todo equipaje lleva un saco dentro de otro saco, le cuesta poco mudarse. Así, bien se pudiera encontrar de vuelta por estos lados. «¡El muy cochino! Explotador de su hermana, sinvergüenza…»
Recordó aquí su incidente con Enrique, cuñado Inés, la hermana huérfana que le servía como esclava sin recibir jamás un centavo, se dejó raptar, enamorada, y llevar a Pozo Almonte. Con aquella su voz como surgida de un jarro y con su desplante amatonado, le había salido al paso, ¡a él!, frente a la pulpería, para decirle:
-¿Y dónde tenís a Inés, vos?
-¿Yo?…¡Psch!…
Carlos no le había respondido más, naturalmente.Pero sólo a causa de la prudencia. Un empleado salitrero de administración se ve siempre obligado a manejarse con mucha medida. Por lo demás, de no haberse conducido ahí, no habría logrado desplegar luego su astucia, con reserva, y hacerlo despedir de las faenas. A dios gracias, todo salió a pedir de boca. Inés , con su comadre, disfrutando de amor y bienestar; él, los domingos, a caballo a visitarla en libertad absoluta.
Ahora, si Enrique, en unión de otro pícaro, le salía al asalto en un camino, una noche de Camanchaca cerrada, cogiéndole por sorpresa, completamente desprevenido e indefenso … , pues era un cobarde. ¡No había derecho!.
Lo indudable era, a pesar de toda reflexión, que aquellos malvados continuaban ahí, enfrente. Y, sin lugar a dudas, tenían aviesas intensiones. ¿Por qué , si no, esas bajadas sospechosas, cada uno a un flanco, tal como quienes acechan para un atraco? Si fuera que volviesen a cambiar el rumbo, se deslizarían ambos en el mismo sentido. Ta,poco cabía suponer que se tumbasen de rato en rato a descansar. No; se escondían, manifiestamente se ocultaban como se agazapa ala fiera.
«Mantendré distancia, por lo menos. No me acercaré a ellos . Al cabo, conviene andar lento por la línea. Durmientes y travesaños lo exigen». Mantuvo, pues, un andar bien calculado, Llegar a su destino con esos individuos a centenares de metros significaba llegar sano y salvo. ¿ Y no tenía toda la noche por delante? Bastaba con alcanzar a repartir las fichas a las cinco.
Algo más dueño de sí, sus conjeturas buscaron posibilidades diferentes . Porque si Enrique se mantenía lejos, otros malhechores podían merodear. No obstante, a él, ¡qué injusto sería elegirlo para víctima de un acto criminal ! Se consideraba querido por los trabajadores. como que les ayudaba en la organización de sus deportes y sus fiestas. Les manejaba, como tesorero, los dineros de la Filarmónica, y con acrisolada honradez. De uno que otro se había hecho compadre, probando así espíritu democrático. ¡Ah! pero se referían tantos crímenes cometidos por ingratos.
A propósito, aquel compadre daniel era mal Bicho. Le observaba cierta actitud taimada desde aquel canje de fichas. mas si la Compañía, al igual que todas las «nitrate companys», no cambiaba las fichas por dinero a la par, ¿qué culpa cabíale a él Convertirlas con descuento de diez por ciento constituía la norma en la pampa entera. Si el caso del compadre. él, Carlos, había canjeado personal y privadamente, ello implicaba apenas un ocasional provecho. pero el compadre, se había dado cuenta de aquella circunstancia y estaba «enrabiado», como él solía expresarse, » por la especulación «. ¡Caramba, no ! Y de ahí a vengarse se noche en un camino solitario, ¡tampoco!.
¿ Y si fuera Eustaquio Farías? ¿U otro? ¿U otros varios murmuraban por aquellas cobranzas que Carlos hacía para el fondero. Los peones célibes comían y bebían en la fonda, contraían deudas; el fondero encargábale a él la cobranza; él descontaba en los pagos de salarios. He aquí todo. Ahora, si el fondero anotaba de más, no podía él adivinarlo, ni tenía porqué averiguarlo. El cobraba de buena fe. Se ganaba su comida honestísimamente. Pues en tal caso resultarían dudosos el Niquinaca y el Pollo Rodríguez. «Son malos. Además cuando boxeo con el Pollo en el club deportivo, y lo castigo fuerte, cosa que siempre ocurre y a mí, lo confieso, me da muy orgulloso placer, él queda rabiando. Podría , en consecuencia, ser él, podrían ser ellos dos. ¡Cobardes!.»
Sonó de súbito un pitazo estridente. Como le siguieran otros de inmediato, Carlos reconoció el llamado para apurar a los derripiadores al turno , en la San Donato; pero sufrió un sobresalto horrible. Iba poniéndose momento a momento m´s nervioso. Con demasiada frecuencia subíales ahora el corazón a la garganta.
En esta ocasión , le provocó detenerse. Reflexionando, le fue acometiendo cierta tristeza. Ya no se alarmaba, tan sólo; se afligía, ondas de medrosidad le invadían y le aflojaban ánimo y organismo. «¡Oh cobardes, cobardes».
Antes de reanudar una marcha menos morosa, miró de nuevo adelante. No bien alzó la cabeza, las dos sombras fatídicas descendieron ágiles las márgenes de la vía férrea.
Pero esto era de veras atroz. » ¡Cobardes, cobardes, cobardes», repetía, a tiempo que una especie de compunción le estrujaba el pecho. La tribulación, infiltrándose como un veneno, le impregnaba ya el alma. ¿Por qué no escucharía los ruegos de Inés? Haber pasado con ella la noche , amoroso.
Haber emprendido el regreso con las primeras luces. El frío le atería, también. Los elementos, por su parte, cómplices crueles , cumplían siempre su obra maléfica.
En su mente afiebrada, se dieron a danzar suspicacias, excitaciones, fantasmagóricas. Sus ideas se enfermaban. Ya tenía miedo, franco miedo. Pero había que derrotarlo. Si en el trato al obrero en las salitreras había corruptelas, abusos falta de lealtad humana, explotación, en una palabra, no eran los empleados los responsables. Allá las compañías. Y en último término, el gobierno, que hablaba siempre de corregir, de una nueva política social, de mil lindezas, y que nada se cumplía.
Horrible cosa. Aquellas sombras siempre allá, atisbando su momento, por lo visto, o eligiendo el punto adecuado para el asalto probablemente.
«¡Miserables ! Pillarme a traición, inocente y descuidado». Bueno, descuidado , no tanto. Los estaba viendo y midiendo. Sacó el revolver y fijó recta vista en las siniestras figuras.
Inmediatamente, se escondieron, en idéntica forma.
Esta vez a Carlos se le ocurrió un ardid. Se escondería él también. Había llegado a la altura de un acopio de caliche, próximo a la línea. Se metería tras él. Los despistaría. Y bajó el terraplén y se detuvo tras el montón pedregoso.
Allí, aguardando, su vida pasada desfiló veloz por su mente. Ante todo , él era honrado y buen muchacho. No habían tenido razón sus compañeros cuando aquella noche, entre copa y copa, le habían analizado, concluyendo con ligereza que «resultaba algo canillita» No. Era como ellos. Acaso mejor que ellos. A los veintidós años, ninguno tendría menos pecados. Nadie en la tierra.Algún amorío con procedimientos astutos, una que otra argucia mañosa para cubrir gastos y desórdenes. y ya de eso se acordaba: la «combinación» establecida en los últimos meses con el boletero y el corrector, a fin de cobrar entre los tres algunas carretadas «brujas» de un caliche que jamás se volcaba en alas chancadoras, se descubriría en el acto si a él le sucediera algo esa noche. Asimismo, la cubicación abultada de los acopios. Funcionaban los recuerdos a mayor velocidad que el raciocinio; de manera que las imágenes acudían sobrepuestas, en conjunto incoherente, aunque muy nítido.
Acabó confundiéndose. Y algo como el germen de un llanto en las entrañas lo compungió, le deprimió el espíritu, lo sumió en un caos de emociones descorazonadoras. Como permanecía inmóvil, también la niebla diríase que le invadía mente, alma y corazón. toda su vida interior se fundía, se tornaba gris, helada, húmeda, pegajosa, turbia y miserable. Verdadera pesadilla. La confusión, , es en realidad otra cosa que una niebla espesa?.
Quiso reaccionar. salió del escondite. Volvió a la línea férrea. Miró, alta la cabeza. nadie. Acaso los bandidos se hubiesen marchado al fin. «No. Yo no tengo miedo-se aseguró-. Además, si lo tuviera, sería porque Inés me lo ha infundido. Me predispuso a él con temores mujeriles». Guardó el revólver. Había que autosugestionarse. Carraspeó a lo guapo. Luego se embozó más en la bufanda, agacho la cabeza y reanudó el viaje.. Mas he aquí que, ipso facto, las dos sombras suben otra vez. Se juntas. allá van. O allá están. ¿Van? ¿ Están? Cuando Carlos avanza, parece que van. Cuando se detiene, se juraría que se detienen también. Juego de enloquecer.
Como sonámbulo, anduvo, anduvo, todo él suelto, ya sin voluntad gobernable. hasta que un salto del instinto lo paralizó. Alcanzaba la línea un corte practicado en la puntilla de la loma y las forajidas sombras habían desaparecido dentro. Ahí, ahí estaba el punto estratégico de los malhechores. Pasar por aquellas Termópilas sería locura, tirarse a las fauces del lobo, un suicidio.
Giró los ojos a todos lados, desesperado gesto, como en llamado de auxilio.Tuvo que abrirse la bufanda, desabrocharse el cuello de la manta. Le sofocaban los vuelcos del corazón.
Luego reconoció el lugar. A pesar de la Camanchaca, supo que se hallaban cerca de las máquinas de San Donato. La chimenea emergía fantasmagórica y el humo salía de ella con extraño resplandor rojizo. Desde los puentes sobre los cachuchos, las bombillas eléctricas empujaban haces de rayos que a poco degeneraban y morían en la niebla, agonizando en desvaída zona amarillo gris. El vaho de los caldo mezclaba a la atmósfera su acre olor a yodo.
¿ Y si partiese, a campo traviesa, recto a la administración de San Donato? Decidió, en todo caso, escurrirse fuera de la vía.
Había, ¡ay!, tal destrozo en los suelos, abríase las calichera tan juntas, que el caballo seguramente rodaría, a despeñarse con los trozos de caliche y costra mal amontonados. Logró bajar, empero, con gran tino, hasta un pequeño espacio llano.
Allí, el frío y el miedo- aunque él se empeñase en confesar sólo el frío- le fueron inmovilizando el deseo y el entendimiento. Reduciéndole las ideas, degenerando hasta el nivel de las mentes infantiles. Sufría casi la petrificación de su ser. A tanto alcanzó su atonía. Apenas si el enloquecido corazón daba señales de vida en el organismo del pobre Carlos. Porque aquel ruido ¿era de las chancadoras de la San Donato o eran los tumbos del corazón? ¡Pum , pum!, ¡Pum ,pum!…
Pulso gigante, retumbaba tanto en la atmósfera como en el pecho y en la sienes y en el cerebro.
Acudieron por último por último cierto síntomas fisiológicos del pánico. Cierto constreñimiento en los intestinos. «Frío- se explicó Carlos-, este húmedo y penetrante frío». A él siempre, desde niño, esta clase de frío le había repercutido en el tubo intestinal. Porque miedo…Aunque, ¡quizás! De todo podía haber un tanto. por lo común, las causas de cuanto nos ocurre en la vida no son simples; ,mas bien un compuesto de factores indistinguibles. Pues miedo también sufría. ¿A qué negárselo?.
¡Hem! Y a fin de cuentas, ¿pensaban matarlo esos facinerosos? ¿ A tanto llegarían? » A mí no me matan «, se prometió. Mas al instante recordó haber leído que nadie, aún en el peor de los trances, cree en su muerte. En el segundo más inesperado, siempre el hombre espera una inapropiada circunstancia que traerá la salvación.
Mientras la Camanchaca había adquirido tan líquida densidad, que la noche lindaba con la tiniebla. le cruzó a Carlos por la imaginación un símbolo de la otra vida. dentro de aquella penumbra se recibía como un anticipo de la regiones de ultratumba. El limbo debía ser así. Y aquellas lucecitas, murientes , medrosas como fuegos fatuos, le evocaron imágenes de ánimas en pena.
¿Y si retrocediese a Pozo Almonte, al regazo de Inés? se preguntó en extrema ocurrencia. ¡Ah Inés, gordita, suave y tibia, Inés! Pero regresar ahora… ¿Cómo? debió haberlo pensado antes.
Pronto ya no discurrió. Aterido, calado el poncho, el sombrero goteante, resolvió desmontar.
Cuando puso pié en tierra, las piernas le temblaron. tiritaba de nuca a talones. Totalmente sin fuerzas, abandó las brindas al caballo y sentóse laxo encima de una piedra.
En esto , una onda repentina, alegre como una aurora, nació en su pecho y fue elevado su milagro hasta cubrirle una sonrisa todo el rostro. Veía de nuevo las siluetas negras; pero no ya dos , sino cuatro, seis, diez pintas proyectadas ahora en lugares diversos, adonde dirigíase las pupilas. Y el sonreir creció en seguida a la risa, risa franca y sonora.
-¡Caramba! ¡Estúpido! !Ridículo!- se increpó a voz en cuello.
Monologaba de alegría: » A ver. ¡Claro! Evidente: la Camanchaca empapó el sombrero. Dos gotas de agua formadas en el ribete, colgando y deslizándose se reunían cada vez que yo bajaba la cabeza. Cuando la alzaba, se corrían a los lados. Se proyectaban sobre el paisaje indistinto. ¡Y yo las veía bajar del terraplén como dos malhechores al atisbo!».
Entre risas, lanzó el sombrero por los aires, lo peloteó, lo sacudió. Recuperó las riendas, montó a caballo y, sin cuidarse ya de durmientes y travesaños, emprendió frenético galope sobre la fulgente vía férrea, a través del pintoresco, bellísimo fenómeno natural de la Camanchaca.

Obras de Eduardo Barrios
Del natural, cuentos, 1907.
Mercedes en el tiempo, teatro, 1910.
Lo que niega la vida: Por el decoro, teatro, 1913.
El niño que enloqueció de amor, 1915.
Vivir, teatro, 1916.
Un perdido, novela, 1917.
El hermano asno, novela, 1917.
Páginas de un pobre diablo, cuentos, 1923.
Y la vida sigue, novela, 1925.
Tamarugal, narración, 1944.
Teatro escogido, 1947.
Gran señor y rajadiablos, novela, 1948.
Los hombres del hombre, novela, 1950.

En 1946, recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1949 el Premio Atenea que otorga la Universidad de Concepción. En 1953 fue incorporado a la Academia Chilena de la Lengua y fue designado Director de la Biblioteca Nacional. (Memoriachilena.cl)